He empezado el año de limpieza. No creo que sea el único al que los buenos deseos recibidos a través de sus grupos de whatsapp le hayan dejado con el aviso de la memoria insuficiente en el móvil. He tenido que borrar todas las fotos importantísimas que acumulaba desde no se sabe cuándo a pesar de sospechar que jamás tendría tiempo de revisarlas. Estamos del 2019 hasta el gorro y de las dos copas de espumoso dorado en chinchineo de confeti hasta un sitio que me callo porque me educaron con el suficiente arrojo como para resistir. Las felicitaciones con guirnaldas enviadas en masa son un despropósito absoluto, qué os voy a contar, un tonto el que lo lea, que fue la primera broma pesada con la que nos maltrataron en la infancia y de la que no terminamos de desprendernos.
El tonto que las lee ahora soy yo en archivo adjunto, meditando sobre si quien me propone felicidad colectiva pretende que lo tenga en cuenta positivamente por haberme recordado allí embutido en un grupo de whatsapp o si ni sabe que pertenezco a él, por permanecer ahí agazapadito, sin rechistar y con las notificaciones silenciadas durante los años que me dejen, y simplemente me ha amontonado en el contenedor de los sin nombre de su lista de contactos para que me alcance algún granito de cariño del que esparce gratuitamente cada vez que puede a gotelé, para demostrarle al mundo que es solidario, atento y amable. Otra cosa ocurriría si le costase 50 céntimos en sellos quererme tanto.
Lo de este año ha sido un bombardeo de amor al soldado desconocido sin parangón. Supongo que se deberá a que cada vez nos perdemos mejor en el mundo virtual y nos hemos rendido a las redes -qué buena descripción- sociales. Si no, siempre está la globalización para echarle la culpa de todo. Alguno, hasta me ha pringado de fraternización universal con el mismo mensaje por partido doble o triple haciendo resurgir de sus cenizas varios grupos de whatsapp que creía desaparecidos. Pero no, son como los volcanes, algunos están activos aunque no rujan, los durmientes te emboscan cuando menos te lo esperas y, realmente, son muy pocos los extintos.
Y los mismos que utilizan el móvil para cumplir rápido con el expediente de felicitarte por aproximación, sin llamarte por tu nombre, son los que usan los muros de sus perfiles sociales para hacerle peticiones al año nuevo. Se lo piden como si tuviese poderes de concedérselo. Como ponerle velas a un santo, será. O como al enano saltarín o al genio de la lámpara maravillosa, supongo. Le pido al 2019 que tal o cual y tan panchos. Mira la magia de mi melena. Pues eso. Sinceramente, no creo que piensen que sucederá algo sobrenatural que los bendiga y se cumplan sus deseos, más bien que alguien del más acá repare en ellos y en sus buenos propósitos.
Tener una red social es como tener un altavoz. También para el que tenía una voz íntima bajita y tímida. Ahora le das al botón y suena. Y se puede predicar en el desierto. Los que se hablaban a sí mismos, ahora se escriben a sí mismos, pensando que tal vez alguien los escuche, aunque pocos los lean. Que tal vez, la humanidad les oiga y se haga una idea mejor de lo que son o de lo que les gustaría ser. El consejo que me daría a mí mismo y que publico en este muro para que alguien, si quiere, lo escuche es que si pueden, se enreden con la persona apreciada, mejor en un abrazo y en persona. Y si no pueden, porque se encuentra lejos en el espacio o en el tiempo, le envíen mensajes sin parar desde su interior, hasta acabar con cualquier atisbo de desmemoria -incluyendo la de su teléfono móvil, por cierto, siempre insuficiente-.