El otro día, ya de blanca Navidad, me salieron al paso en calle Granada y consiguieron apartarme durante cinco minutos de mi mal rato de compras. Me ilusioné por si era el CIS quien se interesaba por mis gustos pero deduje que no era así en cuanto me cuestionaron sobre el turrón y los refrescos sin azúcar, así que me entró prisa nerviosa en seguida. Sin embargo, les dio tiempo a preguntarme, antes de que huyera, sobre si a mí me traía los regalos Papá Noel o los Reyes Magos y, tras reflexionar un momento, les confesé que era de los desafortunados a los que se los traía el amigo invisible.
No sé de dónde habrá salido el amigo invisible, empezando por su inquietante nombre. La invisibilidad nos huele a mirra desde el principio, dotándole de ese toque sobrenatural de sospechoso, ya de entrada ciertamente desagradable para los que ni siquiera hicimos la mili y ni presumir podemos sobre ningún aspecto teórico de nuestra osadía. Un amigo invisible bueno podría ser un ángel de la guarda o una hada madrina de cuento, pero un amigo invisible malo, podría salir de las páginas más retorcidas de un libro mojado y mal secado de Stephen King. Un payaso fallecido metido en el alma de un autómata invisible, que nos persiguiera fantasmagórico en silencio mientras le buscamos en un chino de todo a cien, un regalo navideño al compañero de oficina que nos ha tocado en suerte, sin que estuviésemos seguros antes del feliz designio de fortuna, ni de cómo se llamaba. Y ahora, ¿qué le regalamos a este? ¿Estará casado, tendrá niños, fumará, le gustará el fútbol? Un cenicero del Málaga o de bienvenido a La Costa del Sol o de Picaso, menos líquido en eses que el verdadero para que la familia del artista no se dé por aludida. Es muy difícil encontrar, con un presupuesto de ansiedad, digo de amistad, tan ajustado, un objeto inútil apropiado que jamás usaría ni él, ni yo, ni nadie, que es lo que se debe regalar a un desconocido si se tiene tacto pues, algo que le sirva significaría, indudablemente, haberse preocupado en investigar sus hábitos en redes sociales y podría considerarse que respondiera a oscuros intereses, o incluso acoso.
Pero los amigos invisibles no se esconden sólo en el trabajo. Su máximo reducto se encuentra en la familia política. Se sortea y te toca la tía de tu mujer o su primo hermano. Si es ella, que huele a pachuli por moderna en el 68, no cabe duda de que unas barritas de incienso de los jipis del parque serían el regalo perfecto pero, ¿si te toca él? Y eso no es lo más complicado. Lo peor es decidir lo que quieres tú y exponerlo en el grupo de whatsapp. ¿Qué le vas a pedir a un familiar político invisible delante de toda la familia política visible? Si tienes fama de gracioso, un gel lubricante, está claro pero y ¿si no? No es por acertar con tus necesidades, eso da igual, escribas lo que escribas siempre te regalarán un fular, la responsabilidad radica en atinar con lo que pides como si lo deseases o incluso lo esperases, pues será de lo que todos estén pendientes para darte el aprobado o no soportarte. Lo mejor es pedir unas brocas o un palustre.
Y por último está el regalo obligado del amigo invisible entre los que de verdad conoces y quieres. Se confiesa que se hace para ahorrar porque resulta difícil reconocer la precariedad o la pobreza. Este amigo invisible sustituye a los Reyes Magos porque no hay más remedio. Es un Ratoncito Pérez de 100 pesetas bajo la almohada. Son los cinco duros que te daba la abuela para que te fueras al cine. Y las tonterías que recibas, siempre serán de oro puro, por menos valiosas que parezcan. Como los abrazos hasta el fondo. Se regala a uno entre cinco por necesidad y no por gusto. Baltasar de mi corazón, no me he olvidado de ti, espero que lo comprendas.