Yo no sé, porque no incito la tortícolis mirando demasiado al más allá, si las personas buenas van al cielo o a un hotel ‘instagrameable’, palabro que acabo de aprender escuchando una tertulia de expertos en Turismo y que al parecer significa que ningún paraíso existe si no se puede fotografiar y compartir en las redes sociales, pero estoy seguro, segurito, de que las malas terminan viviendo en un edificio sito en la calle de algún centro histórico. Y allí, olvidados por responsables municipales y expertos en movilidad urbana y acosados por la amenaza de nuevos locales de restauración por más que haya más de los que puedan, ya no dejar vivir, sino sobrevivir económicamente, arrastran para siempre sus cruces peatonales como buenamente pueden, chocando con bolardos puestos a traición para destrozar meniscos poco avisados, rodeando grandes distancias para acceder al propio portal, y sorteando zanjas, vallas y exposiciones temporales en calles y plazas principales, autorizadas a ciencia ciega de su evidente falta de valor artístico en nombre de esas buenas intenciones de las que dicen que están los cementerios llenos, porque cuanto más dudosa desde el punto de vista estético sea la exposición, más elevado será el valor que la promueva y seguramente más altruista e inexperto el fotógrafo o artista que firme las imágenes.
Pero parece que el destino es tozudo, y ya se pueden planificar ciudades culturales y dedicar museos en cada esquina a todo lo museable, que allá donde lleguen los destinos de Ryanair y sus viajeros ahora desprovistos de muda de ropa interior y cepillo de dientes por la privación del derecho a la maleta de cabina, las capitales e incluso las ciudades provincianas antaño irrelevantes de la vieja Europa podrán suspirar aliviadas y dejar de pensar en cómo reinventarse. Bastará tener centros urbanos con la cara lavada y muchos pisos vacíos que convertir en alojamientos turísticos, negocios de restauración abundantes más allá de su calidad, y un apretado calendario de eventos que no permita que haya fachada, rincón o espacio entre farolas a lado y lado de la calle sin cartel o guirnalda de luces.
Pero decía un touroperador invitado a esa tertulia de expertos turísticos en la radio local, mientras esperaban la primera conexión con el corresponsal destacado en la World Travel Market de Londres, que mientras Málaga capital continúa su ascenso como destino de preferencia, la Costa del Sol resulta cada vez más difícil de vender, y por más que el clima siga siendo benigno, que los jubilados de media Europa vivan aquí mucho mejor que en sus pueblos y que las infraestructuras de comunicación, playas, oferta hotelera y hostelera, ocio y demás estén en estado de revista, sencillamente, el destino ya no tiene su antiguo glamour, y es mucho más instagrameable una playa semivirgen de la vecina Cádiz que una donde en vez del horizonte haya un skyline de ladrillo, aunque las camas balinesas hagan por teñirlo de exotismo sin más éxito por cierto que el del agua oxigenada convirtiendo en bellezas nórdicas a las bellezas castizas de los tiempos de mi madre.
Porque claro, las fotos también pueden tener algo, mucho incluso, de mentira, y la red social de moda nos incita en un click a teñir del color que queramos nuestras vidas en caso de que fueran demasiado grises para convertirnos en influencers. El grito de guerra es algo así como ‘vive la película que prefieras’, y quién sabe si un día nos daremos cuenta de que estamos viviendo en ‘El show de Truman’ al chocar en nuestra huida con la pared del plató, o peor, si terminamos viviendo en el plató de algún centro histórico dentro de unos años, una vez abandonado y reducido al mismo desierto que fueron antes de la burbuja turística e instagrámica, por haber querido apostar toda nuestra fortuna a un solo caballo.