Qué poco fina ha estado la vicepresidenta del Gobierno en su interpretación pública de la conversación mantenida con el secretario de Estado del Vaticano, Pietro Parolin, acerca de los restos de Franco. Qué inapropiada diciendo a boca llena que la entrevista había sido “cordial, útil y productiva” y que la Iglesia y el Gobierno iban a cogerse de la mano para buscar una salida al embrollo de los huesos del dictador, salida que, en las rotundas y equivocadas palabras de Carmen Calvo, “obviamente no puede ser La Almudena”. Pues ahora resulta que después de haber ido a Roma con el dinero de todos, no se ha enterado de nada, y en un acto casi sin precedentes, el Vaticano ha lanzado un mentís diciendo que Parolin “en ningún momento se pronunció sobre el lugar de la inhumación”. Es más, dice el comunicado, o la parte del mismo que nos han comunicado los medios, que “el cardenal Pietro Parolin no se opone a la exhumación de Francisco Franco si así lo han decidido las autoridades competentes”, y que “es cierto que la señora Carmen Calvo expresó su preocupación por la posible sepultura en la catedral de la Almudena y su deseo de explorar otras alternativas, también a través del diálogo con la familia. Al cardenal Secretario de Estado le pareció oportuna esta solución”.
El comunicado del Vaticano es digno de un análisis detenido porque derrocha esa ambigüedad cínica que ha caracterizado a la Iglesia que parecía querer superar el Papa Francisco. No se oponen a la exhumación de Franco en caso de que realmente ese sea el criterio de las autoridades, y les parece oportuno que el Gobierno español negocie con la familia del dictador, cuya actitud en el asunto ha distado mucho desde el minuto cero de ser facilitadora, pero (¡Ay!) la Iglesia no ha ejercido y claramente no parece querer ejercer, al menos en público, la potestad de decidir si quiere o no que los restos de Franco descansen en su casa.
Hay cosas a las que se puede decir sí o no, pero escoger la ambigüedad es una manera de cimentar el propio poder. Recogía hace muchos años el gran Forges en ‘Historia de aquí’, un libro que resumía la Historia de España en viñetas cómicas, una anécdota sobre Franco. Al parecer, iba a salir de caza, y su asistente le preguntó si quería el Land Rover en la puerta delantera de El Pardo o en la trasera. Franco se limitó a responder: “Sí”. Y, temeroso de pedirle aclaraciones, el mayordomo dispuso un Land Rover en la puerta delantera de El Pardo y otro en la trasera. En cierto modo, el Vaticano aspiraba a poner un Land Rover en cada puerta y la ministra había querido entender y decir a los cuatro vientos que el Land Rover se pondría en la trasera. ¿Es cierto que el gran símbolo icónico de la caída de las dictaduras comunistas fue el desmantelamiento de las estatuas de sus dictadores? Poca gente lo discutiría. ¿Es cierto que la Iglesia católica ha negado la sepultura en su suelo a fieles con pecados mucho más insignificantes que los del dictador? La historia y la intrahistoria están llenas de ejemplos. ¿A quién teme, pues el Vaticano? Posiblemente, mucho más a un sector de su propia casa contrario o, con suerte, indiferente al removimiento de huesos, que a la aludida familia del dictador. Y desde luego, no teme nada en absoluto, que para eso la ley divina está por encima de la humana, al Gobierno legítimo, por más que interino, de España o a las leyes que nos rigen, entre ellas la para muchos innecesaria, incómoda o antipática Ley de Memoria Histórica. Más incómodo debería ser tal como se están poniendo las cosas en el mundo, convertir la Catedral de Madrid en un céntrico relicario del dictador. Pero doctores tiene la Iglesia…