Llevo desde que amanecí haciendo gimnasia porque me he notado más pequeñito que otras veces. Singularmente, he percibido reducciones más significativas de tamaño en algunas partes muy apreciadas de mi cuerpo. Así que me he puesto un vídeo de internet y permanezco atento a su liturgia, ya que pretendo reproducir ciertos estiramientos guiados por una amable señorita, aunque con cuidado de no excederme en la osadía, pues debo reconocer que hacía bastante tiempo que no intentaba mantener algunas posiciones tan abiertamente -de piernas- juveniles. He conseguido que el reproductor de vídeo fluya a cámara lenta, no sabría explicarles cómo, y ahora sí que me aproximo un poquito, sin exagerar, a lo que me exige la atleta de youtube que haga con mi cuerpo inflexible. Pero su otrora dulce voz se ha tornado, a quince frames por segundo, grave, de ultratumba y, como soy miedica, no consigo concentrarme en el exorcismo, digo en los ejercicios. Además de que tan despacito en los giros, me siento más oriental de lo que puedo, como Kung Fu o los Reyes Magos, como a punto de sorprender con la técnica de la grulla o un sirtaki, y no sé, tampoco, si voy a resistir mucho más con estos short deportivos puestos -mentiría si los llamase pantalones cortos, por minúsculos y apretados-, cortándome la respiración y remetiéndose entre líneas cada vez que me agacho.
Pequeñísimo. Afirmaría que me siento liliputiense si albergara esperanzas de estar equivocado. Pero después de lo ocurrido esta semana, no digo que me siento, sino que soy de Liliput. Con banderitas nacionalistas de donde uno quiera en sus balcones, qué inocentes somos los pobres -de aquí, de Cataluña o de Sebastopol- pero, en realidad, todos, incluyendo a los que presumen de pertenecer a la clase alta, o a la media, o a la burguesía acomodada, o a la que está en vías de acomodo, o a la que será incómoda para siempre, sin excepciones, somos, sin saberlo, hormiguitas protestonas del mismísimo Centro Histórico de Liliput.
De Liliput. Con mi pasaporte español en la boca viajaría por el mundo, pensaba, sin miedo, porque Europa, mi país, la democracia, el Estado de Derecho… me garantizarían la libertad allá dónde fuese. Pero, ay, dios mío, que nos pillen confesados criticando a un reyezuelo de cualquier territorio aliado rarito y rico. Que no nos torturen, ni nos descuarticen en ninguna embajada, porque nadie movería un dedo por nosotros ni aclamando a la constitución del 78. Más allá del eje del mal, con Corea la pérfida, Irán, Cuba o Venezuela, absolutamente bombardeables por los aliados, están nuestros amigos poderosos, con la misma impunidad que inmunidad tienen sus petrodólares en los bancos suizos. Los de Liliput miramos hacia otro lado y pasamos página, por los barcos y el empleo en Cádiz y porque si se enfadaran nuestros multibillonarios dictadores buenos con nosotros, sus aliados y defensores de la justicia internacional podríamos despertar al Gulliver que llevan dentro, ese más despiadado que el de Swift y que crucifica a disidentes o arroja a homosexuales desde las azoteas de los rascacielos. Nos podrían pisotear cerrándonos el grifo y padeceríamos otra crisis devastadora, de incalculables consecuencias. Soy el increíble hombre menguante, harto de hacer gimnasia. Pequeñito pero ratón.
Me dejo de tonterías que ocurran en desiertos lejanos. No miramos allá y listo. En España es distinto. Aquí no importa que seas poderoso o pobre desgraciado, Banco o escarabajo en plena metamorfosis. Dentro de nuestras fronteras, somos iguales en derechos. Tenemos las leyes, las instituciones democráticas, el gobierno que elegimos para que nos sirva y nos defienda. Tenemos los tribunales, vaya, hay Supremo. Hay Tribunal Supremo en Liliput.
A ver si recupero el vídeo, que ya lo había apagado.