El lunes de madrugada, mientras en Málaga los últimos feriantes recorrían etílicos y ojerosos el camino desde el Real a sus camas, en la comisaría de los Mossos d’ Esquadra de Cornellà, un ciudadano argelino caía abatido a tiros en un incidente aún sin explicar, puede que en parte causa de otra resaca, la de los atentados terroristas de Barcelona y Cambrils, de los que se acaba de cumplir un año. La primera versión oficial, facilitada por el cuerpo policial, hablaba de un atentado yihadista, que, con todas las prevenciones y discreciones necesarias en estos casos, se antoja un tanto sui generis. El atacante llama, a las seis menos diez de la mañana, al telefonillo de la entrada principal. La agente saliente de la guardia nocturna intenta convencerlo de que vuelva más tarde, el hombre insiste, la agente le abre y el hombre irrumpe frente a la pecera de atención al público, con la puerta abierta, blandiendo un cuchillo al grito de Alá es grande. La agente saca la pistola y lo abate a tiros. Hasta ahí, ninguna reacción fuera de lo común. Cualquiera que se viera solo y amenazado por un individuo fuera de sí y armado, podría actuar igual, y las cámaras de la comisaría parecen confirmar la secuencia de los hechos.
Los acontecimientos que siguen despiertan más dudas. De inmediato cae sobre el abatido la acusación de terrorista islámico. El juzgado de guardia de Cornellà se inhibe en favor de la Audiencia Nacional, competente para esos casos, y las indagaciones comienzan. En el registro de su piso, a escasos 200 metros de la comisaría, no se encuentra nada que haga sospechar que el hombre tuviera relación alguna con una célula yihadista, hecho que parece reforzar la intervención de su mujer, que no solo ha llamado a la comisaría pocos minutos después de que el vecindario se alarmara por el movimiento de mossos con cascos, escudos y armas, sino que ha explicado que su marido, del que se estaba separando, quería suicidarse tras haberle confesado que era homosexual, por el miedo a que la comunidad musulmana lo rechazara. Si se ha tratado de lo que los americanos llaman ‘suicide by cops’ (suicidio por policías) o de una tentativa de atentado real, habrá que esperar para saberlo, pero un problema añadido al miedo real a que cualquiera, en cualquier ciudad y en cualquier momento, pueda ser víctima de un atentado de odio, es el oportunismo político en torno a esta tragedia contemporánea. Al nuevo y flamante presidente del PP, Pablo Casado, le faltó tiempo el mismo lunes, en medio de la ceremonia de la confusión, para anunciar, vía Twitter, que pedirá una reunión del Pacto Anti Yihadista. Días antes, en vísperas de la celebración de los actos por el aniversario de los atentados, las víctimas tuvieron que salir a la palestra para pedir respeto ante el guirigay montado por representantes nacionalistas catalanes y sus reversos, sobre quién debía acudir al funeral, y llevamos ya varios años asistiendo a la identificación deliberada entre movimientos migratorios y avalanchas de potenciales delincuentes o, en el peor de los casos, terroristas. En ese contexto, y con el detonante añadido del miedo al desconocido que se abalanza sobre uno vociferando en árabe y blandiendo un cuchillo, el cansancio tras una noche de guardia y el recuerdo inevitable de crueldades recientes y potencialmente venideras, no es de extrañar que un depresivo de nacionalidad argelina fuera de sí, haya acabado acribillado y acusado de terrorista de forma preventiva, para regocijo de solo unos pocos, los verdaderos fanáticos, que sacan tajada con cada vez menos medios ni esfuerzos del miedo que siembran. Les estamos haciendo el trabajo con la incapacidad para construir, reflexionar, dialogar. Sálvese quien pueda.