¡Agosto! Suena a rastrillo, cubo y pala. Y a bocadillo de sobrasada en el cine de verano. Aquellas de mi infancia, sí eran vacaciones culturales y no estas; playa, libro a media tarde, peli nocturna y concierto de fin de semana. Si no, no eran vacaciones. No eran de verano. No eran. Seguramente, la culpa de que haga esta relación de lo artístico sin querer, con el chancleteo en la orilla la tuviese mi madre por su manía de poner discos a todas horas. Lo afirmo convencido de que, a los recuerdos con su música, les pasea como a las tablas de multiplicar, que se te clavan con chinchetas. Por eso será que me conozco todos los éxitos de los setenta y por eso también, esperen que me lime las uñas, que donde vaya, me convierta en el rey de la fiesta, sobre todo si me digno a bailar, ¡epa! Y no es que yo fuese un exquisito cultureta con 8 ó 10 años, claro que no. A mí lo que me gustaba era la bici de mi primo. Y mi vecina, Rocío. Como a todos. Pero es que, sin un libro a mano hacía más calor. Un libro y una limonada, o un tang, era necesario para abstraerse un rato tras cualquier ventilador que te llevase a Zanzíbar, a mojarte los pies.
Pero eso fue y ya no. El progreso me ha dejado sin aftersún, ni manchas de alquitrán en los pies a la vuelta de Zanzíbar. Se lo ha llevado todo. Las bicicletas no son para el verano. Ya nadie -en su sano juicio- juega con ellas. ¿Qué niño pide una? Sólo las desean los grandes, que quieren parecer cosmopolitas, y sólo las usan los que, además de ser chic, tienen espíritu deportivo y osadía suficiente para adentrarse en los carriles municipales aventureros. No, no, no… ya no quedan cines bajo las estrellas, ¿qué dices? Ni tebeos de las joyas literarias juveniles, ¿quién los iba a comprar? Tampoco conciertos de un artista, sólo festivales con ríos de gente enfilados. Todo o nada. Por no haber, ni ganas de playa me quedan, ofú. Y con este calor, menos. ¿Por qué me quedaré en casa con el ozono a tope? Y, ¿por qué no llamaré a los amigos sino que les escribo excusándome? ¿Por qué me agarro a la tablet y floto ante otra serie absurda, aunque excelente? Todo eso me ocurre porque a pesar de mis veranos, no conseguí asalvajarme lo suficiente y me convertí en un adulto fino, aunque pobre. Y, lo peor es que, esta vez, la responsabilidad no puedo achacársela al ayuntamiento, ¡vaya por dios! Si cierran los cines, las tiendas de discos, las salas de conciertos, y las librerías las pasan canutas, no se debe a que a De La Torre le gusten mucho los museos y no se entere de la misa la media, sino a que somos idiotas, además de finísimos y paupérrimos.
Hoy con la ola de calor en brazos, he leído en las redes sociales que cerraba un bar histórico de Málaga, el Onda Pasadena, y he estado a punto de rasgarme las vestiduras, como le ha ocurrido a otros cuántos cientos de acólitos, por tratarse de uno de los últimos lugares que apostaba, con licencia en regla, por la música en directo en el Centro Histórico. ¡Pero si no iba nunca! Menos lloros y mayor participación, me he dicho a mí mismo intentando alcanzarme con una patada en el trasero. Tanto recordar los veranos en pandilla pegados a la barra cojita de algún sarao, y ahora me quedo aquí escondido en el salón, frente a una pantalla que no me escucha, y eso cuando no me cobijo en Carrefour, a disfrutar de su aire acondicionado, o en el Museo Thyssen, para reírme de sus bandoleros… ¿Con qué derecho puedo quejarme ahora de que cierren otra sala?
Aunque,¡buenas noticias! He apuntado la lista de apenados por el cierre del Onda, y los que hicieron pública su tristeza por el penúltimo deceso, el de la Sala Velvet, para ver si acuden todos estos a partir de ahora a los conciertos que se programen en el Centro. Porque próximamente habrá muchos. Muchísimos. El Consejo de Gobierno de la Junta de Andalucía aprobó ayer mismo el nuevo Decreto que regulará “las modalidades y condiciones de espectáculos públicos y actividades recreativas” en Andalucía, y hará posible que los haya en bares y restaurantes de 15,00 a 0,00 horas todos los días. Va a haber colas, veréis. Colas enormes…