Me creo a veces que somos peores. Porque se me olvida el cosmopolitismo que llevaba aparejada la ciudad industrial que se hundió sin nosotros apenas hace un siglo y medio. No obstante, algo nos dejó. No logramos en aquella época salvar los muebles pero sí algunos libros y, supongo que, de esta época reciente nos vendrá también la reminiscencia del buen gusto, casi estrafalario, por la botánica o por los trajes de verano para caballero chic, que seguimos usando ahora, pese al mismo calor insufrible de entonces, cuando las obligaciones laborales nos encaminan a dejarnos ver en las inmediaciones de calle Larios.
Es verdad que, probablemente por el mismo motivo, llevemos tirantes anticuadísimos por debajo, y que se nos desajuste el pantalón por encima del ombligo cuando intentemos debatir sobre asuntos serios contemporáneos de los que requieran despeinarse, pero eso no quita que mantengamos cierta elegancia austrohúngara incluso así, desairados, ni que, la mayoría de nosotros, nos sintamos razonablemente cómodos adoptando esa posición de ciudadanos malagueños decimonónicos hasta la médula, poco proclives al progreso por el vértigo de volver a sufrir la más dura caída, algunos a sabiendas y otros consuetudinariamente bien enseñados, para lo bueno y para lo malo, y aunque venidos a menos desde la terrible filoxera, plenamente conscientes de esa gota de sangre fina, posiblemente de origen británico que, a la hora del té o de los toros, nos recorre las arterias desde el sobaco hasta el sombrero como bromuro, para dejar las cosas como estaban, en calma, desde que recogemos las artes de pesca, hasta que nos sentamos a la mesa, con las manos vacías, pero el orgullo francés intacto.
Me creo a veces que somos peores. Pero no, somos cosmopolitas añejos, un poco amish, y eso impide que mostremos incultas todas nuestras vergüenzas. Sin los alemanes y los holandeses y sus barcos arruinados, no nos sentiríamos medioburgueses pobres, sino todos del lado equivocado del río Guadalmedina, analfabetos, delincuentes o anarquistas. Ser señoritos malagueños nos ha hecho mejores.
Y por eso, tenemos al mejor alcalde posible en Málaga, que es a lo que iba. Don Francisco es el prototipo del señorito decimonónico malagueño y con él nos ha ido estupendamente. Don Francisco es a Málaga lo que Málaga a Don Francisco: pura simbiosis. Claro que no es un modelo exportable. Nuestro alcalde funciona a la perfección en Málaga, pero en otra ciudad cualquiera, sería un incomprendido. Porque las otras ciudades son peores que la nuestra. No se han arruinado de la noche a la mañana y no saben. No tendrían tanta paciencia.
Por ejemplo, en otro sitio, no se comprendería que el alcalde, con su equipo de gobierno, culpase a la ciudadanía de la suciedad de las calles. Aquí sí. Somos ordenados y reconocemos los errores de los demás -guarros-. Tampoco en otro lugar se entendería que su alcalde culpase a sus conciudadanos de los problemas de su Gerencia de Urbanismo ineficaz, sobre todo a la hora de llevar a cabo expedientes sancionadores, imponer multas o pretender cobrarlas. Aquí sí. Adujo que el problema no existiría si cumpliésemos con la normativa vigente. Y, claro, le damos de nuevo la razón. Tenemos el talante y la sangre fría europea para reconocer a nuestros vecinos como incumplidores sistemáticos de las reglas urbanísticas. ¿Quién si no? Ahora, respecto a la problemática con los pisos turísticos, nuestro alcalde ha encontrado otra solución perfecta. Ha señalado que tenemos que autoregularnos y no alquilar nuestra vivienda a clientes cuya actitud pueda generar problemas de convivencia. ¡Exacto! Estamos a punto de darle la razón en esta ocasión también, pero nos mantenemos a la expectativa, a ver si nos indica pronto algo sobre la bola de cristal necesaria para seguir sus indicaciones.
Será el cosmopolitismo, digo yo…