No es que yo sea de andar mucho pero, muy de vez en cuando, me tengo que mover de un punto a otro por mis propias piernas, siempre que los extremos no se hallen demasiado distantes. Para más de unos metros uso el transporte público, u opto por llamar a algún abnegado amigo o hermana, a quien no le importe que mi volumen corporal sea desplazado dentro del habitáculo de su coche, o sobre el sillín de la moto. Se perdió aquella afición al palanquín tan grata a los romanos y tan civilizada. Sin embargo, a pesar de esta condición mía de peatón intermitente y poco entregado a la causa, creo que el viandante malagueño puede ser en la actualidad uno de esos héroes que pasan desapercibidos para la historia, por más que derroche un valor incuestionable en el desplazamiento nuestro de cada día, según nos maldijo el Señor.
Hay gente más floja que yo para esto de andar, o a lo mejor para tener coche, o a lo mejor para ambas cosas. El caso es que en breve tiempo uno contempla todo tipo de mecanismos para evitar la vulgaridad de ser tachado como un andarín, tal vez por su fácil rima con Urdangarín que sí se movió bastante, como sabemos. Los dispositivos son tan variados como lo permite la imaginación de los fabricantes y el gusto del comprador. Así, por ejemplo, la bicicleta ha inspirado una especie de patinete reducido pero con un asiento que obliga al usuario a adoptar una postura como de bidé. Otros, quizás por huir de tan indecorosa estampa, permiten su manejo en una posición erguida que podría ser calificada hasta de prepotente. Este paseante 3.0 mira por encima del hombro a quienes no hemos evolucionado con dos ruedas y un palo alto rematado con asas. Gira sobre su propio eje, hacia atrás o hacia adelante con un gesto. Habría ardido en la hoguera de los brujos. La moderna liberalidad, sin embargo, ocasiona que estos centauros electrónicos cabalguen en manada, entre las colas ante el Museo Picasso, por decir algún sitio. Recorren el centro histórico, al tiempo que evitan, mediante tecnología, ese efecto secundario del sudor que todo ejercicio genera y que tanto nos disgusta a ciertos humanos, entre los que me incluyo.
También se nota la influencia cinematográfica sobre el diseño de estos artefactos. Los que más me llaman la atención son esas especies de motocicletas eléctricas de ruedas 4XL que parecen robadas en un rodaje de “Mad Max”. Por donde circulen, dibujan una escena de post-futuro o retro-futurismo, que aquí nos haría falta mi amigo el Skywalker malagueño, AKA, José Miguel Martín, persona tan versada en cine fantástico que señalaría a quiénes plagian los progenitores de esos bruti-biciclos, a quién quiere imitar su conductor, y precisaría en qué época estamos. De igual modo, pero al revés, también contempla uno a señores y señoras de traje, corbata y lustre en los zapatos, sobre patinetes de guardar en el maletín junto a las acciones de bolsa. Exhalan un aire como de metrópoli financiera, de la City, allá por donde crucen, ya sea por Mangas Verdes, ya por Lagunillas.
Algunas características hermanan todo este surtido de artilugios de transporte personal urbano. Todos transitan por las aceras y zonas peatonales, todos desarrollan una velocidad que, en algún caso iguala a la de un motor de gasolina, y ninguno lleva matrícula o un identificador público. Del seguro ni hablamos. El Chiquito de la Calzá fue un profeta. Mostró el paso con el que los malagueños nos moveríamos, si no queremos ser atropellados por esos ingenios tan investidos de presuntas virtudes ecológicas. No sólo hay que tener cuidado al girarse por si nos estaba adelantando una bicicleta a la carrera; ahora el paseo parece un partido de baloncesto por esa costumbre que los jinetes eléctricos tienen de expropiar las zonas de tránsito peatonal para sí. Lo de siempre, mientras nadie sangre, ni Ayuntamiento, ni Junta, ni Ministerio promoverán normas que controlen estos vehículos, y protejan a quienes molestamos su zumbido por las aceras.