Decidido a deshacerme de mi vuvucela tras confirmar con dolor que ya no iba a poder convencer a mi santa de que tampoco cuesta tanto tener el trasto guardado en el paragüero para sacarlo de mundial en mundial, salí del bar donde había visto el España-Rusia con el peso de la derrota en los pies, y caminé por el barrio desierto enfrentándome al terral y a la duda de si las vuvucelas se tiran en el contenedor amarillo por ser un objeto de plástico, o en el de orgánico por no encajar en la categoría de envase.
No hubo lugar para indecisiones, porque una cuba de obras había ocupado el lugar donde deberían estar los contenedores de reciclaje. Aprovechó mi esfuerzo para abrir la tapa del contenedor normal un vecino, que depositó la bolsa con la caca del chuchillo que había sacado a pasear, y por pegar la hebra, me dijo: “tanto que dieron con lo del ADN de las cacas de perro y están las calles minadas”.
La gestión de la basura no va a estar en el haber de nuestro incombustible alcalde cuando vuelva a ser candidato en 2019. Aunque, consciente de que cada detalle cuenta, está por remediarlo, con una propuesta de re-municipalización del servicio llena de lagunas para rellenar según sople el viento. Claro, a Ciudadanos, su incómodo socio de gobierno, el que se desdiga de la opción de una empresa híbrida pactada con ellos en diciembre le ha sentado como un tiro, pero aquí don Francisco de la Torre no ha podido ser más franco: aquel acuerdo solo lo firmó para sacar adelante los presupuestos. Y ahora estamos en otra guerra.
Una guerra en la que quedan aún muchas batallas. La primera, acoplar el proceso a sus propios ritmos. Los partidos de la izquierda quieren que el servicio sea municipal ya, y que además, se den garantías salariales a los trabajadores. Ahí, sabedor de que en las últimas huelgas de Limasa la ciudadanía no se ha mostrado especialmente sensible a sus reclamaciones, el alcalde hila fino, y dice que su propuesta de municipalización estará condicionada a que una parte del salario vaya ligada a la productividad y a la satisfacción de los ciudadanos, que se evaluará “mediante una o dos encuestas anuales”. La pregunta que cabría hacerse es si eso mismo se va a aplicar al resto de servicios municipales, porque puestos a pagar encuestas, podemos darles más enjundia. Y la otra pregunta es por qué hasta ahora, cuando se ha estado pagando a una empresa privada 98,8 millones de euros al año, nunca nos han preguntado si estábamos contentos ni cuánto merecerían ganar sus gestores.
La fórmula pactada y despactada con Ciudadanos no nos iba a salir más barata, y en el fondo, aunque responder encuestas sea un engorro, el alcalde piensa que nos hacen más conscientes: «La ventaja de la encuesta es que los vecinos se dan cuenta también que una gran parte de esa satisfacción depende de la conducta de cada uno», dice. Personalmente, no me queda claro en qué medida contestar preguntas sobre si la recogida es puntual, si las calles se limpian y se baldean con la frecuencia necesaria o si los contenedores de reciclaje permanecen en paradero conocido, me puede ayudar a ser más limpio y mejor ciudadano, pero valga el intento.
Entretanto, no del todo convencido de que la vuvucela hubiera terminado en el sitio adecuado, volví a recogerla, pero ya no estaba, porque en mi barrio, lo que no falla es el servicio extraoficial de rescate de cualquier objeto aprovechable que pueda caer en un contenedor. Esa gente invisible, que no opina sobre cuánto merecen ganar quienes recogen la basura, se limita a alegrarse de que el camión no pase antes que ellos. Ignoro qué utilidad le vieron a mi vuvucela, pero cuando volví al bar, la tele estaba apagada y sonaba a toda mecha ‘El imperio contraataca’ de Los Nikis. Y para cuando la canción llegó a la parte que dice “esto tiene que cambiar, nuestros nietos se merecen que la historia se repita varias veces”, ya había tomado la decisión de comprarme otra para el próximo mundial y enterarme en qué contenedor hay que tirarla, según qué historia se repita.