Nunca pensé que pudiese llegar a escribir algún día sobre la casa de nadie. Por eso he dudado. Quizá no debiera sucumbir a la tentación de poder sobrepasar ese umbral íntimo que representa el hogar. Aunque he de reconocer que mi humo de falsa elegancia se me disipó enseguida. Lo apagué con las ganas de remangarme y de entrar al trapo. Como un juligan limpiando la chimenea. Prefiero pensar que pueda deberse a la decadencia de nuestra civilización y no de la mía propia. Pero no he querido evitarlo, me justifico seguro, porque como con casi todas las cosas relacionadas con la ideología y nuestro tiempo, me he situado a un lado del debate nacional con mi razón y sus vísceras, en contra y frente a los que considero profundamente equivocados por opinar de forma diferente a la mía sobre este jardín en el que se ha metido la familia Montero Iglesias (el orden de los apellidos del chalet los he decidido por sorteo, con la misma superioridad y estiramiento estético del que presumen, con demasiada frecuencia, sus futuros propietarios).
Pudiera ser que el grupo más enfrentado a mis convicciones políticas sobre este asunto lo conformen los agitadores profesionales de algunos medios muy dependientes que, supuestamente defendiendo la libertad de expresión, la maltratan sin piedad, arrugándola o estirándola según convenga a sus intereses para erigirse, con derecho ultrademocrático reconocido, en garantes navajeros contra el buenismo. Son los hobbesianos esteparios, encomendados a buscarle tres cuernos al gato, que demuestren que todos somos igual de malévolos, y salvaguardar de su excepcionalidad a la pandilla de corruptos en clara minoría que protegen. Se les reconoce por llamar “Coletas” a Pablo Iglesias, “podemitas” a los simpatizantes de su partido, o “extremistas” a los que reclaman sus derechos menguantes manifestándose en las calles. El casoplón del que hablan sin desánimo como si fuese una offshore en un paraíso fiscal, da cobertura a sus argumentos populistas. Como si ser de izquierdas supusiese ser pobre por naturaleza o convicción. Como si incluyese, obligatorio, un apartado ético de fracaso económico personal. Como si exigiese voto de pobreza o en caso contrario, falsedad ideológica demostrada.
Comenté que ese primer grupo del ventilador pudiese ser el más lejano a mi postura respecto a los seiscientos y pico mil euros de casa, que se han comprado estos amigos con prometedor futuro para cualquier banco. Pero no. En la balanza de amores ciegos, me indignan aún más los que defienden el derecho de esta familia a comprarse la casa que quieran “siempre que no especulen”. Me molesta la coletilla. La que convierte en buenas personas a Irenita y Pablo, por ser quienes son y culpables de especulación a quien pueda comprarse una vivienda cara para vivirla, alquilarla o revenderla. ¡Que ser rico no es ilegal, ni inmoral, ni engorda, obedientes librepensadores!
Pero tampoco han sido los de este segundo grupo de fieles acólitos los que más me han enervado durante estos días de compra-venta. Ha sido un tercero, más reducido. El formado por la pareja Iglesias-Montero y quien les haya convencido o apoyado para que optasen finalmente por que medio millón de personas serias votasen sobre si deberían dimitir por comprarse un palacete. Si ya resulta extraño que el secretario general y la portavoz en el congreso (y números 1 y 2) de un partido político sean pareja y pública, de absoluta república bananera me parece que pregunten sobre cuestiones privadas de las que, en un principio, me daba hasta vergüenza escribir. Ya no. Lo han conseguido a ritmo de samba. Falta saber si la siguiente pregunta que nos hagan tendrá que ver con el nombre que le pongan a sus vástagos.