No sé qué me pasó ayer, que bajé a ver a la virgen del Rocío. Sólo para eso, sin la excusa de que pasaba por ahí, ni nada parecido. La de tiempo que hacía que no iba, ciertamente ni me acuerdo. Dejé de ir porque los niños de mi alrededor crecieron y se volvieron tan indolentes como su tío. Y claro, ya sin ellos cogiéndome de la mano, y tan ateísimo practicante como he salido, ¿dónde iba a ir a disgusto, entre tanta gente y con tanto ruido?
Pero ayer bajé de nuevo, porque a mi madre le gustaba la novia de Málaga y porque mis hermanas se acordaron. Se acordaron, en el sentido de ponerse de acuerdo para venir a por mí, y en el de recordar viejas tardes familiares, las dos juntas y las dos cosas a la vez. Así que bajé con ellas sin que tuvieran que insistirme mucho, también porque era primavera y porque había salido el sol. Medio convencido, sin achantarme y sin misticismo, observé con ojos nuevos e indagantes a la virgen del Rocío y su séquito, por curiosidad de hijo desmemoriado, y me aguantó la tarde agradable de cornetas, he de reconocerlo, muy orgulloso del trance costumbrista recuperado. El desarraigo se cura con arraigo, que diría un Rajoy muy desenrevesado, hombre de trono y libre de cargas.
La tarde transcurrió en armonía junto al gentío. ¡Guapa!Fluyendo. Por primera vez en muchos años, como si fuese un derviche concentrado en el perímetro de mi circunferencia, no me sentí atrapado en ningún atasco culpable entre tronos y cofrades, ni tampoco un cascarrabias con escasa espiritualidad incapaz de comprender la fervorosa devoción de mis congéneres. Hacía mucho tiempo que no me ponía en el lugar de los vecinos del centro atribulados por el ruido, mientras esperaba a que un espectador me permitiese cruzar una procesión para poder guarecerme de tanta santidad en la tranquilidad de mi hogar pecaminoso. Ayer no. Ni vecinos, ni ruido me importaban. Lo más mínimo. Ahora entiendo al Consistorio. Si no puedes con tu Hermandad, únete a ella, sería un buen consejo a seguir. Y una torrija. Y una mistelita.
La Semana Santa sin prejuicios es pacífica, casi adquiere una cadencia navideña, por el cincel entrañable de su pertinaz insistencia. Porque siempre falta alguien, o se echa de menos un momento, o se cose una alegría rota. Porque siempre ocurre de vacaciones y con películas alegóricas que se inmiscuyen en tu monotonía por las rendijas del particular patio de tu casa. A fuego lento se cocina junto a un guiso tradicional de nostalgia que sabe a gloria. Triste pero glorioso. Esta será la pasión. La terrenal me gusta. La que duele un poquito. Ya entendí al consistorio y ahora creo que también a Antonio Banderas. Tres eses, o cuatro, las que sean. Tras la procesión o dentro de ella. Pero nunca fuera.
Por lo que a mí respecta, aclamador habitual de un tronódromo en el polígono más alejado del Centro Histórico, no me arrepentí de haber bajado ayer ni a la vuelta, aunque llegase tarde y cansado. Porrom. Pom. Porrom. Ni descalzándome en el salón me arrepentí, que es cuando se sopesan con certeza y calma suficiente los días transcurridos. Todo se andará.
Ayer cuando bajé a ver a la virgen del Rocío, me sentí otra vez un niño.
Será que me estoy haciendo mayor.