En 1971, Don Siegel y Clint Eastwood dieron una vuelta de tuerca al héroe cinematográfico y crearon a Harry El Sucio, un personaje que nació con una cierta intención de caricatura, pero que se convirtió en un icono popular porque, pese a ser deleznable en casi todo, representaba la figura del vengador justiciero, un último recurso cuando todas las instancias que deberían velar por el ciudadano indefenso e inocente fallan, aun llevando su sentido de la justicia más allá de la ley y de las garantías. Y aunque en aquellos años, el actor, abrumado por la fama de su criatura, dio miles de explicaciones para tratar de dejar en el cine lo que pertenecía al cine, en su celebrada carrera posterior como director ha ensalzado numerosas variantes del prototipo, y como ciudadano y figura pública, ha mostrado sin dudarlo su apoyo a Donald Trump, entre cuyas virtudes destaca que “dice lo que piensa, aunque a veces no estoy de acuerdo con él”.
Decir lo que se piensa, o lo que se siente, frente a crímenes abominables, es una cosa, y llevar a término el castigo más cruel e inclemente, otra muy distinta. En la ficción, sentimos alivio cuando el villano salta por los aires o recibe una cucharada de su propia medicina. En la vida real, nos imponemos, o nos proponemos, por el bien de toda la sociedad, garantizar unos mínimos derechos a los criminales sentenciados incluso por los delitos más repugnantes. Recientemente, al calor del cruel asesinato del niño Gabriel Cruz, se ha reavivado el debate sobre la prisión permanente revisable, eufemismo para la cadena perpetua. Por más que cientos de juristas de todo el país hayan suscrito un manifiesto argumentando contra la medida, en primera instancia por su ineficacia y, entre otras causas numerosas y fundamentadas, por su presunta inconstitucionalidad, la derogación sigue bloqueada en el Parlamento, a la espera de que el Tribunal Constitucional, a modo de ‘Deus ex machina’ del teatro griego, se pronuncie al respecto. Es un tema espinoso, defender incluso los derechos de quienes han cometido actos atroces y de quienes no se tiene esperanza de que se rediman. Y no es que los condenados disfruten de una vida regalada a costa de todos. El Informe Anual para la Prevención de la Tortura del Defensor del Pueblo de 2016, afirma que 193 presos peligrosos condenados por delitos violentos en España siguen un régimen penitenciario que los obliga a permanecer 21 horas al día en celdas de aislamiento de 8 metros cuadrados. Así lleva 14 años y seis meses el asesino de Rocío Wanninkhof y Sonia Carabantes, que presumiblemente seguirá cumpliendo condena hasta 2033.
Pero además, las frías estadísticas desmienten argumentos como que la posibilidad de enfrentarse a penas de por vida disuada a las personas capaces de cometer esos actos. El Banco Mundial publica estudios de ese tipo, y en su último ranking, de 2015, España aparece como uno de los países con las tasas de asesinato más bajas del mundo, con una cifra de 0,7 asesinatos por cada 100.000 habitantes, un 30% menos que hace 30 años, excepto en los asesinatos de mujeres, que siguen en las mismas desde la década de los 80. Una tasa inferior a la de Francia, Portugal o Alemania, y, por descontado, a la de Estados Unidos, el país rico con más muertes violentas (4,9 por cada 100.000 habitantes). No es para presumir, porque ese frío 0,7 encierra tragedias, crueldad y vidas rotas. Pero sí para preguntarse si no será que lo que realmente engendra violencia es una sociedad apegada a la violencia. Las aventuras de Harry Callahan, ‘Dirty Harry’ fueron utilizadas en su día por la policía del dictador filipino Ferdinand Marcos para motivar a sus agentes, algo que horrorizó al propio Clint Eastwood, y hoy inspiran al actual presidente del país, Rodrigo Duterte, conocido popularmente como ‘Duterte Harry’, y al que se le atribuyen más de 1.000 ejecuciones extrajudiciales en una estéril lucha contra la droga. El bueno de Harry.