No sé si les ocurrirá como a mí, que me da la sensación de que los datos turísticos que nos ofrecen los entendidos bajo sueldo de sumarlos, acabarán algún día saliéndose del papel. Siempre llegan más turistas a Málaga, da igual lo que se recuente, desde las pernoctaciones a las previsiones, pasando por la estancia media o por la calle Larios. Más y más. La unidad de medida es el puñado de millares y siempre son varias unidades las que superan la anterior marca, que ya suponía un hito entonces, según nos contaban los padres de los actuales expertos. A mí me ponen nervioso los números tan grandes. Cuando me pongo a pensar en el infinito, imagino un ordenador de la NASA añadiéndole decimales a Pi y el aburrimiento del técnico que garantiza su funcionamiento.
No sabemos qué ocurrirá el día en que algún dato turístico represente un retroceso en alguna cuantía inmensa de estas que tienden al cielo. Lo que sí hemos comprobado es que la soleada grandilocuencia de la trayectoria ganadora impertérrita y sostenida que llevamos, por ahora no lo ha notado el bolsillo del malagueñito de a pie en su devenir económico de playa adentro. A no ser por el orgullo de saberse bonito y picassiano, o de conformarse plácidamente con haber aprendido a chapurrear el inglés de bandeja al relacionarse de manera tan grata y cosmopolita con la clientela. Hace veinte, incluso treinta mediciones perfectas de éxito insuperable, los empleados del sector no parecían pasarlo peor que ahora para alcanzar la quincena final del mes. Podían casarse e incluso formar una familia. Ya no sé si pueden. Seríamos antes menos exigentes.
Lo que no puedo, ni quiero poner en duda -ay, madrecita mía-, es que este incesante incremeto a raudales de visitantes no consiga, tarde o temprano, mejorar las condiciones de vida de los malagueños. Algún día se alcanzará ese dato óptimo que un medidor con un doctorado en maneras de contabilizar la alegría turística, situe a la altura de la luna mora y la curva estadística que dibuje nos repercuta en la riqueza, esa misma que tanto nos merecemos nosotros y nuestros amables y pacientes deudores. Porque si no, Pi, vaya numerito irracional.
Ahora que tenemos unas espléndidas condiciones de aire puro en la ciudad porque las torres industriales se apagaron hace un siglo, le declararamos nuestro amor compartido a Mónica hasta que el turismo nos haga libres o, al menos, pudientes. Llegará el día -cruzo los dedos-. Todo al turismo impar y pasa. Vale. Pero restringiendo los permisos para abrir nuevos locales hosteleros donde hubiese antes negocios tradicionales. ¿Cómo? Complicando la concesión de espacio para las terrazas de los bares. ¿De verdad? Creando una unidad de policía local que persiga el cumplimiento al milímetro de la ordenanza sobre la ocupación del espacio público por parte de la hostelería, por tramposa.
Primero se permite que se cumpla el tiempo de moratoria de los alquileres de renta antigua sin hacer nada y ahora los lumbreras que nos representan en el consistorio se plantean hacer una normativa para obligar a que donde hubiera un negocio con solera, siga habiéndolo y no un bar. ¿Y quién lo sostiene? ¿Habrá fondos para que no se concatenen comercios insostenibles uno tras otro? A ver quién con dos luces, monta una mercería o una ferretería en el Centro Histórico, sin residentes, huidos la mayoría de la barbarie por la fiesta continua que promueve el ayuntamiento en su almendrita. ¿Se puede apoyar al turismo y perseguir a los empresarios de la hostelería? Claro, por si les fuera bien, qué carotas. ¿Es que se les responsabiliza de algo?
Venga, situemos zapateros remendones obligatorios donde un empresario quisiera invertir en un negocio de hostelería; eliminemos poco a poco las terrazas culpables, que no nos dejan sitio ni para pasar; que cierren los hosteleros y nos devuelvan el centro en el que no viviríamos por nada del mundo. Y que los turistas de calidad que nos visiten compren lo que necesiten en las tiendas y hagan botellón. Feria de Málaga 12 meses al año. La fantástica feria de Porras. Eso sí, entre panaderías y tiendas de ultramarinos decentes y ruinosos, y no de hosteleros pecadores.
«Summa cum Laude»…