Hoy se cumplen 39 años del referéndum por el cual los españoles de hace 39 años dotaron de legitimidad a nuestra Constitución actual. Aquellos españoles llamados a las urnas habían convivido durante 42 años con el franquismo. Los que podían votar se enfrentaban a la incertidumbre sobre lo que acarrearía un resultado positivo, pues en su inmensa mayoría no habían conocido otra cosa gobernándoles que al dictador autoproclamado caudillo de España por la gracia de dios, que aún en sus últimos coletazos -un mes y cinco días antes de su fallecimiento- seguía fusilando a los malvados.
Que la Constitución fuese aprobada por la inmensa mayoría de los españoles de entonces, sin embargo, no se debió a un acto de valentía ciudadana, ni mucho menos a una actitud revolucionaria del ochenta y muchos por ciento de los votantes que se decidieron a apoyarla, sino a que no había ningún posicionamiento claramente contrario por parte de nadie con intereses políticos a que se bendijera con un baño de masas. Ya se había aprobado la Ley para la Reforma Política que acababa con el régimen desde dentro. Los elegidos por él para autodestruirse con cuidado salían de entre los altos cargos de su propia administración con la misión de pasar página evitando y evitándose altercados. Además, ya se habían producido las primeras elecciones democráticas, las del 15 de junio de 1977. El rey jovencísimo y campechano, el guapísimo Adolfo Suárez y casi todos los partidos mayoritarios (UCD, PCE, PSOE…), pedían a los españoles un compromiso democrático por el sí. Hasta la junta nacional de Alianza Popular, con matices, muchos, recomendó unos meses después, el voto favorable a la Constitución, “como acatamiento a una norma fundamental que promueve la convivencia entre todos los españoles”. Claro que sólo 8 de los 16 diputados de Alianza Popular aceptaron esta recomendación durante la votación en el Congreso de los Diputados del 31 de octubre de 1978 (5 votaron en contra y 3 se abstuvieron).
Ir a votar era ir a votar sí, sin contrincantes ni miedo a equivocarse, ni tampoco a sufrir represalias, con canciones de moda sobre la libertad que se entonaban hasta en los santos y cumpleaños familiares y que, promocionadas por la única televisión a blanco y negro que conocíamos, te llevaban hacia las urnas en volandas. Si alguien seguía con dudas sobre si lanzarse al estado democrático de derecho, al mirar la cartelera del destape, se le disipaban. Aquella permisividad era una prueba de fe democrática, avivada por las exigencias del guion y las burbujas del champán.
Ya estábamos acostumbrados a votar reformas políticas, congresos y senados con un añito de vida en libertades, así que una constitución nueva podían considerarla tarea fácil. ¿Sabrían aquellos españolitos ilusionados con su dulce porvenir que a los españolitos de 40 años después, que no conocieron represión ni franquistas con privilegios ni poder, les iba a costar tanto esfuerzo pretender corregir su Constitución, reformarla, modernizarla?
El mundo español había cambiado ya mucho cuando nos preguntaron si la aceptábamos. Bueno, cuando les preguntaron. Sólo los que hoy sobrepasan los 58 años pudieron votar en aquella ocasión. Pero hoy lo celebramos todos y, lo que son las cosas, a quien más le costó superar el atragantamiento por el exceso de derechos a repartir, son los que hoy la blanden como su biblia de cabecera, inamovible. Bueno, con excepciones. Les recuerdo un artículo, el 43.3, dice: “los poderes públicos fomentarán la educación sanitaria, la educación física y el deporte…”. Si son niños malagueños jugando al baloncesto, no sé yo si una biblia inamovible es la definición perfecta…