Ya no quedan apolíticos. Ni el 15M, ni la Gúrtel. Ni el Brexit, ni Trump. Ni siquiera repetir elecciones generales hasta que le perdiera el miedo a la urticaria el PSOE más rancio de los últimos 40 años había conseguido lo que Puigdemont y sus malvados secuaces, lo que la torpeza de Rajoy con sus inoportunos recursos de inconstitucionalidad. Aquí estamos, todos unidos en la política al dictado y enfrentándonos en las trincheras ideológicas contra el patrioterismo ajeno. Unos con el libro sagrado en la mano, preparado para lanzárselo a los ladrones de la soberanía a la cabeza, y los otros imaginándose ocupados en los territorios carolingios de intramar, poniendo la otra mejilla de los derechos humanos ofendidos, para demostrarse pacifistas a los ojos de dios y la BBC.
Se acabó abstenerse, o no saber ni contestar. Ya todos sabemos los que nos quita el aire, lo que nos hace hervir la sangre, lo que, de verdad, nos indigna, con un agradable fervor desconocido subiéndonos exultante por la espina dorsal hasta estallarnos en el entrecejo más fruncido de nuestra corta historia democrática. Ni las sombras light de Grey, ni las chinescas con las que pudiera escandalizarnos Harmony Korine podrían plasmar esto que sentimos cuando fustigamos al equivocado con argumentos metálicos puntiagudos, cuando humillamos al mal demócrata en el sucio escenario del circo de sus mónstruos, hasta arrodillarlo a tartazos, hasta que suplique aliento contra nuestras plumas de la risa y lo derrotemos de rabia, hasta su próximo levantamiento. Puro placer.
Ya todos somos y estamos interesados. Todos opinamos. Todos tomamos partido. Todos nos alteramos felices. El truco estaba en superar las izquierdas y las derechas, en esa transversalidad que Errejón intentaba poner encima de la mesa de Pablo Iglesias y que este se comió junto al mensajero y su protagonismo en otro más de sus habituales ataques de ego.
Los de la ultra derecha que no pintaban nada, desempolvaron sus banderas y, de mal mirados, pasaron a integrarse en las mismas manifestaciones que los guerristas en mínimo común múltiplo. Los hay que no saben qué es el liberalismo económico o la socialdemocracia, ni cómo les afecta que haya un gobierno conservador o progresista, y por eso permanecían al margen. Pero ninguno de estos, ni uno sólo, no se exacerba ahora con esta nueva chispa de su vida política, alta en cafeína. Los hay que se mostraban ya de antemano molestos con la lengua catalana y el chicle en la boca. Con los polacos que la hablaban. Con su nauseabunda tacañería. De por sí. Estos son los que más pueden disfrutar ahora, porque han convertido en legal y razonable el odioso fanatismo visceral que arrastraban gratuitamente con algún que otro remordimiento en los empates. Eso se acabó. Ahí que van, rejuvenecidos, con los ultras, los guerristas, la constitución y el 155 enredado, yendo a Barcelona en autobús a manifestarse o a golearlos hasta segunda donde haga falta.
Al fin y al cabo, que no queden apolíticos en España, mucho tiene que ver, quizá más que con los políticos de bajo perfil, con el fútbol. En el transfondo está el Real Madrid y el Fútbol Club Barcelona. ¿Cómo que no? Esto, si no lo arregla Puigdemont en el senado tragándose sapos y convocando elecciones hasta perderlas, lo arreglaría Messi o Iniesta con Ramos o Isco, como hicieron en el pasado Xavi e Iker sobre el cadáver de Mourinho.
Necesitamos otra vez un 20% de apolíticos. Que se vuelva a hablar de Irán y de Venezuela. Y de Bárcenas. De la Junta saltándose al alcalde con el Metro o de los falsos autónomos del Ayuntamiento. Que el señor de la esquina del bar de abajo, siga pareciéndome educado, como cuando permanecía callado o apaciguando las tertulias entre las buenas personas del PSOE y los cabezas de familia, del PP. ¿Dónde están ahora? Todos mezclados a una, con los mismos cánticos, folclore y enemigos. Esto no puede ser bueno.