El club de fútbol base CD Puerta Oscura ya no puede entrenar en su campo de fútbol, junto al Arroyo de los Ángeles, por la denuncia que tramitó un vecino de aquellas, mal llamadas, instalaciones deportivas, a causa del ruido que generan el natural bote de los balones junto con los gritos inherentes a toda actividad en equipo. Imaginen un partido de fútbol con jugadores silenciados por cinta adhesiva en la boca que patean balones de goma espuma. El fútbol es así. Además, el equipo que entrena en el colegio Lex Flavia Malacitana, rodeado de bloques de viviendas, también está avisado para cesar su actividad. Debemos situarnos en ambas trincheras. Llegas a casa e intentas leer tranquilo, relajarte con la tele, o tumbarte en el sofá y hacerte un Gaby, esto es, ni pensar, ni dormir, ni nada, permanecer en pijama; mientras, te están bombardeando desde un campo de entrenamiento con chillidos infantiles que siempre conllevan un exceso de agudos. Pero regresemos a la trinchera inicial. En Málaga llamamos polideportivo, así como eufemismo, a un descampado con cualquier suelo, lo que son las pistas deportivas de los centros de enseñanza que he visto. La excusa del buen tiempo ocasiona que la Junta regatee la inversión necesaria para evitar que los chicos se hielen o se mojen, pero no para impedir las insolaciones y sus posibles melanomas futuros. Los malagueños padecemos un exceso de buen tiempo que impide construcciones correctas. Los edificios, sobre todo los escolares según mi experiencia, son poco más que contenedores de ladrillo visto y sin otra comodidad ambiental que las ventanas de aluminio.
Málaga erige una especie de disfraz arquitectónico, como su feria, un trampantojo que deja un buen recuerdo si no te acercas, lo rascas un poco y te llevas el maquillaje en las manos. Cuando mi familia se trasladó de San Sebastián, por ejemplo, me había acostumbrado a que los ríos llevaran agua. Igual fenómeno contemplé en Valladolid. El río de nuestra Málaga tiene un nombre más bonito que el de aquellos, Guadalmedina, suena bien, pero delimita un espacio de atrezzo con puentes sobre la nada, también con apelativos preciosos, La Aurora, La Rosaleda, que esconden su verdad a medias. El turista disfrutará del centro de Málaga mientras su curiosidad no lo adentre detrás del Cervantes y, sobre todo, mientras no tome el autobús equivocado y acabe en alguno de los deficientes barrios lejanos. Esta cadena de despropósitos urbanísticos históricos pasa factura a todo el vecindario y ahora lamentamos una de ellas.
El vecino no tiene la culpa de pretender que su casa sea un hogar como si viviera en una de esas zonas tapizadas por arboledas donde sólo se escucha a los pajaritos, y que coinciden con las mayores rentas per cápita de nuestro conglomerado urbano. La culpa no la tienen los clubes de chicos de barrio que están practicando una actividad sana y divertida durante la que es necesario y deseable dar chillidos y balonazos, a no ser que se conviertan en zombies futboleros o similar. Ambas partes defienden unos intereses elementales. Tampoco la culpa la tiene la playa, ni la noche, incluso ni el boogie de la canción. La culpa, una vez más, la tiene el sentido de especulación urbanística salvaje que, como una enfermedad crónica, ha amasado Málaga como un hormiguero por cuyas cavidades transitamos. Barrios con miles de habitantes sin jardines, y colegios con instalaciones de cartón rodeados por edificios de viviendas. Esta es la Málaga siempre a medias que sufrimos los malagueños que no podemos vivir en las áreas urbanas elegidas para la gloria de zonas verdor y silencio. Luego, nos sorprenden los bajos índices de lectura que esta ciudad arroja, o que Holanda o Islandia nos ganen un partido de fútbol. El problema del ruido se termina con unos pabellones deportivos bien adecuados que eviten las insolaciones por la mañana y la desesperación del vecindario por la tarde. Pero no, con cuatro ladrillos el Ayuntamiento o la Junta montan, no sé, un auditorio. Ah no. Existe. También a la intemperie.