Lástima que no llueva ni refresque, porque haciendo limpieza en casa ha aparecido un pullover Fred Perry de cuello alto, y creo que con eso y repasando un poco a los cantautores de la Transición, en estos días podía haber dado el golpe en los bares que frecuento. Claro, no tiene las estrellas de la UE, pero qué sabía mi padre de lo que se iba a llevar 40 años más tarde. En los tiempos en que él se ponía aquel pullover, yo apoyaba la cabeza en sus rodillas mientras veía La Clave, con la condición de no interrumpir hasta que el debate terminara. Recuerdo su concentración; el cabeceo reprobatorio cuando intervenía algún invitado con el que disentía o el gesto complacido si el argumento coincidía con sus ideas. A los niños aquel plató gris y aquellos parlamentos de adultos no nos decían gran cosa, pero insistíamos en quedarnos; teníamos la sensación de estar asistiendo a una ceremonia importante. Y de aquello me quedó una afición no superada por los programas de debate.
No recuerdo bien el momento en que La Clave dejó de emitirse. Hubo reposición, pero a mí me pilló con vida nocturna, y al formato, desfasado. Para entonces ya se llevaban los platós de colores chillones y, en vez de especialistas en un tema, los opinadores profesionales alineados que, tal vez con la sola excepción de Ramoncín, caían bien a la gente cuyas opiniones representaban. Consolidada la democracia, el ansia de saber del pueblo había perdido la batalla frente al placer de tener razón. Los medios lo saben, y en este conflicto, igual que sus artífices políticos, se han dedicado a actuar para su público, edificando un telón de acero entre el blanco y el negro. Del otro nada sabemos. Solo imaginamos que los independentistas tienen rabo y cuernos y huelen a azufre. En este lado, el nuestro, el gallinero mediático se ha aprestado a fijar consignas, a forzar titulares aunque luego los desmienta el cuerpo de la noticia, a maquillarles las ojeras y tratarles la afonía a los comentaristas recurrentes de la cuestión catalana, incluso a dar un toque de Photoshop aquí o allá si una foto no reflejaba el pretendido ambiente plural o democrático de una manifestación. Me temo que del otro lado han pasado cosas parecidas. El grado de desinformación ha sido tal, que un cómico, Jordi Évole, ha tenido que acudir a dignificar la profesión periodística con algo tan poco extraordinario en un contexto de libertad de prensa como una entrevista a Puigdemont. Entrevista, que por cierto, de este lado del telón de acero gustó incluso a quienes no simpatizan con Évole, y del otro levantó ampollas, no tanto porque estuviera documentada y bien resuelta, sino porque los planteamientos del interrogado quedaron en evidencia, y, después del temporal, esas contradicciones lo han terminado llevando a proclamar la independencia y pedir al Parlament que lo desdiga. Claro, que el otro artífice de la escalada, nuestro presidente escapista, no solo no se ha prestado a comparecer salvo ante micrófonos amigos (aunque fueran coyunturales), sino que nos tendrá en ascuas hasta hoy.
Al final, los de a pie, nos hemos acordado de que la democracia iba de diálogo, eso que hace unos meses sonaba a disparate antisistema, y hasta nos abrazamos entre collages de banderas y dejamos de gritar barbaridades al llamado de mesura de Josep Borrell. Los que lo tienen difícil son esos medios de comunicación que, alineados cual hooligans de fútbol, han faltado a su cometido de hacer más fuerte la democracia, más independiente a la ciudadanía, con el arma de la información. Suerte tienen, contra ellos no se blandirán hemerotecas. Pero han perdido una oportunidad preciosa de jugar el papel que jugaron en otro tiempo. Ay, Balbín.