No sé lo que pasará el 1 de octubre en Cataluña, ni me atrevo a leerme el artículo 155 que no está sobre la mesa, aunque me temo que no esté encima porque se encuentre revoloteando alrededor, como un cupido leonado, buscando algún alma cándida que sucumba a sus graznidos de sirena. Tampoco conozco una solución al problema que no pase por las dos patadas que todo lo arreglan según el método de perogrullo que se aprende en la barra de los bares, pero que se olvida, como la mayoría de los sueños colosales, cuando te levantas por la mañana para levantar el país -o lo que nos quede de aquello-.
Ahora no sabemos cómo levantarlo entero, eso es lo que nos pasa. Probablemente porque sigamos deprimidos a tiempo parcial por la pacotilla de salario miserable que tanto nos condiciona la vida de aquí a Cornellá. A pesar de que Fátima Báñez compareciera la semana pasada con sus mejores guirnaldas y la diadema de flores de princesa milagrosa, para anunciarnos la gran fiesta de la primavera del empleo que se abalanzaba, que no fue tal o tan efímera, si acaso, que los datos de agosto la desvanecieron por completo. No resultó una fiesta, se trató de otro entierro con parranda. Dicen las peores lenguas de cantina que estos días la ministra se tapa las vergüenzas con una hoja de otoño caducada, pero que tal vez la alegría le vaya por dentro a Rajoy, que cambió su plasma en el Congreso con esa cortina de humo precario ministerial.
Al grano, bueno, al canut en este caso. A mí me gustaría que Cataluña compartiese país con nosotros durante muchos años. Pero ni por razones legales, ni históricas, ni culturales solamente, como se pone de manifiesto a diario en los debates políticos televisados. Las causas sinceras siempre son las egoístas. Por eso, mis causas de cariño patrio unido se deben a que considero que nos irá mejor contando con la eficaz capacidad industrial y el alto rendimiento de la actividad económica catalana que, sin ellos. Al resto de España le conviene, sí, pero, lo que es mejor, creo -persignándome-, que a Cataluña, también. Ojalá el gobierno de Rajoy hablase catalán en la intimidad un tres por ciento de las veces y no tanto de cartas magnas, legalidades intercontinentales, ni travesías por el desierto sin nuestra mano preciosa.
Lo más extraño del bar de abajo es que los que más despotrican de los catalanes por el mero hecho de serlo, los que menosprecian su cultura porque sí, los que se sienten agredidos simplemente por oírlos hablar en su idioma o enarbolar sus banderas, y no dudan en apoyar las habituales campañas xenófobas contra sus productos, -que haylos y muchos-, son los que más claramente se muestran en contra de la secesión. No lo entiendo, el mundo al revés. A lo mejor aman el territorio, claro. ¿Cataluña sin catalanes? Recuerdo la isla desierta a la que mi abuela quería enviar a todos los maleantes y puede ser que ahí, a esa leprosería invisible, fuera a donde quisieran encerrar estos a todos los independentistas por su espíritu. Afortunadamente, los que no pensamos así, somos más y sólo espero que no se esconda ninguno de los otros entre los que gobiernan España -me repersigno-.
Los que queremos seguir juntos, llevamos razón. La legislación está de nuestro lado y sólo a nuestra orilla le corresponde el imperio de la ley. Pero contra eso, no existe un enemigo posible. Ahí tenemos el humo. No puede serlo el que piensa distinto en democracia. ¿Qué puede vencer a la razón, a la ley o a la fuerza? Contra la razón, vencerá siempre la emoción, sin posibilidad siquiera de empate. Piedra, papel, tijera, ¿nunca han jugado? No hay fuerza ni amenaza que pueda contra ningún sentimiento. El papel siempre gana a la piedra, por más que insista en golpearlo.
Las opciones no pueden ser sólo dos, que haya un referendum o se impida. ¿Alguien puede imaginar que sucediendo o prohibiéndose se solucione el conflicto? Hay que abrir, cuanto antes mejor, una necesaria tercera vía.