La temporada se acaba. O empieza, según se mire con parecido desánimo. Aunque he leído varias notas online calcadas unas de otras, con origen perdido en el ciberespacio, que aseguran que la temporalidad turística malagueña se ha acabado con lo que que la media jornada de empleo precario con el que se nos ha bendecido durante el recién cumplido trimestrito estival se mantendrá sin mácula hasta el veranillo de San Martín, por lo menos. Pobres pero trabajando, que ilusión. Y, a dos pasos, ya puestos a elucubrar, de agarrar la zambomba navideña para echarle otros quince días al lomo, para servirles.
Algo tendrá que ver con esta bonanza limosnera la primavera del empleo de la que presumió ayer Fátima Bánez, supongo. Eso que ha llamado la ministra “salida de la crisis a la española”, y olé. Sólida, sana y social, ha dicho. Me estoy viniendo arriba. Sólida porque la creación de empleo está fuerte y consolidada, y social, porque habrá repercutido, sobre todo, en las clases más desfavorecidas -disculpen un segundo, que me logre quitar las manos de la cabeza y prosigo-, pero ¿sana?, ¿sana, por qué? No es retórica, se lo cuento: sana es porque le faltaba una ese para que fueran tres, no le den más vueltas, que yo ya he perdido un buen rato pretendiendo analizarlo.
Probablemente, con los datos oficiales de la caída de enero en picado, se negará la mayor de la ministra, devolviendo agosto a agosto y septiembre, a su canción del Dúo Dinámico, pero ya nadie podrá quitarnos esta pequeña alegría perecedera que nos han dado hoy, cuando hemos borrado de nuestras listas de reproducción, reconfortados, que ya no sabemos hasta cuándo este amor recordará.
No obstante, aunque asumí antes que algo tendría que ver la metodología de la ministra a nivel nacional con que se vislumbre la posibilidad de acabar con la temporalidad turística malagueña, afirmo ahora que muy poco. Nuestro caso es excepcional pues, que el otoño pueda transformarse en primavera, tal y como auguran algunos noticias de agencia sin firma ni remordimientos, con más ganas de interpretar con cariño indicios que, con tristeza pruebas,
habría que achacárselo a la fijación de Francisco de la Torre porque así fuera. Nuestro alcalde, con la boca chica, ha apostado al rojo par y pasa de la nuevas tecnologías y con la ficha grande, por el negro de internet, todo a un número monstruoso de gigantismo al que ponerle un museo. Así que, si málaga empezara a superar estos picos de ocupación de los tres meses de surf desolado, habría que hecerle palmas al cantante.
Puede que el turismo nos traiga progreso. Puede que el turismo cultural nos traiga progreso cultural. Confieso que suelo mostrarme agnóstico cuando comparo los sacrosantos datos del continuo récord de turistas con los de nuestras discontinuas pequeñas cuentas oficiales en los bolsillos. Confieso que cuando compruebo que nuestros museos han recibido un tercio menos de los visitantes previstos o que sólo el 40 por ciento de los que han ido, han pagado su entrada, me deprimo escuchando canciones sobre el final del verano. Sin embargo, hoy me he venido arriba. No tanto por el artículo de Sandrine Morel en Le Monde, en el que se sorprende de que una ciudad media y provinciana como la nuestra albergue tantos museos, además de “fiesta, sangría, sol y playa”, como sí por el otro reciente, publicado por ‘The Telegraph’ que eleva a Málaga a paraíso mundial para observar pájaros. Sí, se ven unos cuantos. En Smassa hasta sobra uno, de los que protege el alcalde por razones humanitarias. Nos señala en primer lugar como destino para la observación de aves, en serio. Esto nos hará libres, no la cultura. Esto gustará hasta a los quejicas como yo. No cuesta un duro, no es pobretón de sangría en la playa y arena en las chanclas. Esto es cool y no hay ni que mirarlo, ni invertir, ni sacar entradas que nos demuestre lo poco que nos/les interesan los cuadros. Los pájaros de noviembre son fenomenales y los de febrero, maravillosos. Pasemos y veamos.