Somos mejores de lo que pensamos. He llegado a esta feliz conclusión tras disponerme a borrar de mi lista de amigos desconocidos virtuales a todos los que aplaudieran, dieran pábulo o propagasen mensajes xenófobos en mis redes sociales. Supuse una escabechina, sinceramente. Porque lo que hemos soportado ha sido un ataque desaforado, indiscriminado, injusto, contra nuestra razón de ser. Había pensado poner aquí, contra nuestros derechos, o contra nuestra libertad, o contra nuestro modelo de sociedad, pero todos los conceptos que iba sopesando se me quedaban cortos.
Considero que la voracidad de este furibundo terrorismo radical que nos asola, sobrepasa su componente religioso, incluso el político o el histórico. No es un choque de civilizaciones, no. Los asesinos de Barcelona estaban integrados en la misma civilización globalizada que compartían con sus víctimas. De hecho, son simples peones teledirigidos a los que en algún momento de su vida, no sabemos aún cómo -aquí debería concentrarse la lucha social antiterrorista-, un santón les ha arrebatado el alma. No perpetran sus atentados suicidas en contrapartida a nuestros actos malvados, de hecho, no suelen incluir reproches en sus ataques, ni lectura de manifiestos, ni exaltadas reivindicaciones que pretendan justificar el odio ciego que los lleva a acabar con la vida de tantas personas inocentes. Sus ataques son contra demonios y fantasmas y, al final, contra lo que atentan, es contra nuestra razón de ser social. Contra nuestra mera existencia. Buenos o malos, fieles o infieles, altos o bajos.
Por eso pensaba que iba a encontrarme en el muro de mis redes sociales con un batallón de imbéciles culpando, señalando o menospreciando a los árabes, o a los musulmanes, generalizando sobre su supuesto apoyo a la violencia o al terrorismo, no por sus actos particulares, sino por su razón de ser social. Por su simple existencia. Peor aún, por sus creencias o su raza, sin más. Pero no, no han sido muchos. Seis o siete energúmenos despreciables. Contaba con que alguno más compartiera la opinión de uno de esos contertulios invitados a los debates televisados que afirmaban que todos los musulmanes eran en el fondo yihadistas radicales por frases contenidas en sus libros sagrados como estas: “así que ve y mata a los amalecitas; destruye todo lo que tienen. No les tengas compasión a sus hombres ni a sus mujeres, y ni siquiera a sus niños de pecho”, ah, no, perdón, que esto es de la Biblia…
Hay quien se preguntaba en mi muro por qué en España se permitía construir mezquitas si en Arabia no, iglesias, y afirmaba que debían de recogerse firmas para prohibirlas. A este, me ha costado mucho eliminarlo de mi lista de amigos virtuales, por escasito pero, antes, se lo he explicado: en España no hay religión oficial que construya ninguna iglesia ni permita ni deje de permitirlas. A lo que hay aquí, se le llama libertad religiosa y la culpa de que la haya, la tiene el Estado de Derecho en el que vive, aunque confundido por la noche de sus tiempos. Otra, a la que he tenido que eliminar, esta vez a carcajadas, ha compartido un discurso de Putin, “épico”, con una falsa traducción al español a través de subtítulos inventados, xenófobos y homófobos, que ella se ha creído a pies juntillas y parece haberle encantado…
Me pregunto: ¿Cuánto costará un solo bombardeo a esos desiertos lejanos de los que hablaba Lawrence Aznar? Me apuesto que lo mismo que nos gastamos en 10 años en toda Europa con los programas de integración. Incluyo aquí el dinero destinado a eliminar los guetos de pobreza en los arrabales de las ciudades y, presumo, que aún sobraría bastante. Pero no sería libre competencia de mercado y a los ultraliberales conservadores adeptos radicales de Lehman Brother, quizá, no les gustase.