Málaga va camino de convertirse en la ciudad de vacaciones soñada, Museo d´Sol. Ya era hora. Al menos, sesenta años de esperanza en este suequismo salvador nos contemplan. Y esto, a pesar del escaso rédito económico conseguido hasta la fecha por los servicios turísticos peatonales, malagueñitos de a pie, por más atentos que nos hayamos mostrado al servir al visitante con la mejor de nuestras sonrisas, antes que existiese siquiera el aire acondicionado.
Desde que le sospechamos el filón al asunto, hemos persistido en atraer turistas que se gastaran aquí el dinero que nos faltaba. Pero las cuentas nunca nos salieron. Somos muchos y vivimos doce meses al año, sin posibilidad de cerrarnos la boca en temporada baja. Supongo que sería Fraga el que se inventara lo de la Costa del Sol. Él o Chicho Ibáñez Serrador, que tenían fama de listos y eficaces. Y Alfredo Landa, el modelo a seguir en la búsqueda del dorado nórdico en Torremolinos. Pero ni la picaresca idiosincrásica de los indígenas, ni la invención del espanglis de los montes para comunicarnos, ni venderles la moto a los guiris, nos ha subido al burro de la vida sin sobresaltos a ninguno. Definitivamente, no hemos podido crecer, en ningún sentido, a costa de este negocio. Ni a su costa, ni en la playa. Han sido muchas postguerras abrazados a la filoxera como para mantenernos sólo del calorcito estival.
Pero esta vez, como el año pasado, o el anterior, o el otro, se augura un éxito turístico rotundo. Otra vez nos anuncian que batiremos todos los récords de visitantes, pernoctaciones y gasto por viajero. Pero ya no será un turista de temporada pobre e inculto el que venga a gastarse poco torrándose al sol en un litoral asalvajado de paella y sangría cualquiera, como durante el último medio siglo. Ahora tenemos los mejores museos franquicia en la ciudad y un centro histórico atractivo que parece belga, de moderno, peatonalizado y preciosista, que seducirá al extranjero de calidad. Nos encontraremos a diario con filas de cruceristas finos, que apuren sus tres horitas y media en Málaga para ir a la ópera en el Cervantes. Habría que apostar por un buen programa de ópera en el Cervantes, encargado a Fernando Francés o a otro igual de listo y eficaz. Ya me imagino los chorros de oro manando de las cornucopias de los cascos vikingos de los espectadores islandeses amantes del Bel Canto que vengan ex profeso a ver aquí las obras de Verdi. En noviembre, sobre todo. ¿Que no creéis que se trasladen a Málaga para eso, por la escasa tradición operística? ¡Qué tontería! ¿Por qué no? ¿Por qué sí entonces a ver cuadros rusos? ¡Poca fe!
Apostaría por los espectáculos de flamenco. ¡Un chollo! Elucubro que habría colas en el aeropuerto de turistas culturales buscando un taxi artístico que lo llevase a un tablao malagueño si lo hubiera o hubiese. Los habría sin precariedad si a los malagueños nos interesara o interesase el cante o el baile. Pero tampoco. Esto de dejar morir la tradición en Málaga se considera cosmopolitismo y en el resto del mundo, un crimen. Aquí, las autoridades culturetas que atraen turismo de calidad con sus políticas innovadoras prefieren gastarse 10 millones de euros anuales en pinacotecas prestadas que 1 peseta en cante jondo. Sí que vendrían finlandeses a ver flamenco en la cuna del flamenco. Pero hoy por hoy, lastimosamente, sólo hay una cosa que nos atraiga menos a los malagueños que oír unos fandangos: visitar un museo.
No es la primera vez que pienso que en esta ciudad tan bonita de cartón piedra para turismo de calidad, los que afeamos el entorno somos nosotros, los paupérrimos malagueños, sobrantes todos. Podíamos irnos a los arrabales y aportar nuestro granito de arena al concepto municipal de ciudad que no tiene nada que ver con lo que somos. Aunque, pensándolo bien, de uno u otro modo, ya lo estamos haciendo, por la burbuja de los apartamentos turísticos. No hay mal que por fatal no venga.
Esta vez, creo que sí. Empezamos en julio a hacer nuestro agosto, con los turistas cultos, guapos y ricos que nos traerá el alcalde. ¡No habrá miseria en las afueras!