El otro día me acordé de mi padre. Le gustaban los toros. De hecho, yo heredé la capa que le hizo mi abuelo con un palo y una tela vieja para que disfrazase sus ímpetus infantiles. Mi tía contaba que se le pasó la afición por un desencuentro juvenil con una vaquilla en los arrabales de Casablanca. El desgraciado fallecimiento del torero Iván Fandiño me removió las entrañas porque oí en la telesobremesa que había comentarios en las redes sociales de personas que se alegraban públicamente del terrible suceso. Por supuesto, informaron también de que había otros usuarios que expresaban su repulsa e indignación ante esto y que incluso había quien pedía que la justicia actuara para frenar a estos desaprensivos.
El mío, como todos los padres del mundo, era muy buena persona y podría imaginármelo con un ordenador o incluso en twitter, bloqueando a ineptos y a provocadores que no tuviesen ánimo de debatirle las ideas sino de enfurecerle con crueldades, pero no me cabría, ni dibujado, exigiéndole al mundo ese ilícito de buen demócrata bondadoso que se va extendiendo por nuestra sociedad y que exige tipificar a los malvados, callarlos o castigarlos, por despreciables apologetas del mal común, como ocurría en la peor época que padeció mi propio padre en cuanto a la ausencia de libertadas, cuando imperaba la ley franquista de vagos y maleantes.
Él, que se libró de esa ley por suerte, por trabajador y por ser considerado buen cabeza de familia según los cánones de la época, no sé si pasaría hoy el mismo corte de los buenos, por más solidario y cariñoso que fuese. Porque no era mal hablado, ni solía elevar el tono de sus discusiones pero cuando lo hacía, siempre lo pagaban los mismos. En esas especiales ocasiones -recuerdo como si fuese ayer el lamentable incidente entre un armario y su pulgarcito-, maldecía escatológicamente acordándose del infausto dictador omnipresente, y cuando mi madre o mi abuela corrían a suplicarle que bajase la voz porque podían oírle los vecinos, recurría a calmarse la ira con el segundo que encontraba a mano: san pito peto. Franco y la iglesia siempre pagaban.
Hoy día, -¡lo que son las cosas!- dudo sinceramente que pudiera hacerlo sin posibilidad de ser denunciado por difundir el odio ese que nos atenaza el pensamiento hasta deformarnos los chistes de mal gusto en algo peor y obsceno, criminal o maligno. Con el Escorial habríamos topado. Ahí estaría el viejo, ya les digo, apoyando a Dani Mateo y el Gran Wyoming subversivamente, con su portátil y 140 caracteres disponibles. Quieras que no, como hace 50 años, mi madre le seguiría regañando para que escribiese los apoyos ideológicos en letra bajita, con el fin de que no los leyesen los vecinos tuiteros, garantes de los comentarios legítimos que se hacen como dios manda.
¿Cómo se van a poner puertas al campo, papá? ¿Cómo se va a prohibir la maldad de pensamiento o por escrito? ¿Cómo, las ideas equivocadas? ¿Qué sociedad libre puede confundir a titiriteros, cantantes, poetas, cómicos o malvados con terroristas? ¿Los de la transición no podéis levantar la cabeza?
Por culpa de estas cosas sin sentido, el otro día me acordé de mi padre y de su generación. Se cumplían 40 años de no se qué. Y los de Podemos no quisieron desayunar con los medios de comunicación injustos, ni con los que mienten… o sea, los hostiles. Por malos malísimos. Ahora hay malvados en todos lados, por lo que se ve. Afortunadamente papá, por vuestra culpa, la mayoría seguiremos del lado de los que piensan diferente a nosotros anteponiendo su defensa a cualquier ideólogo del bien que los señale, los humille o los castigue. Bendito régimen del 78. Benditas lecciones.