Escuché el otro día a Susana Díaz afirmando que el PSOE estaba “malito” y se me subió la sangre a la cabeza. Pregunté en el bar de abajo, donde estaba por casualidad, si había cerca alguna cámara de descompresión de las que usan los submarinistas a los que les ha echado el ojo algún tiburón y han podido contarlo, pues concluí que sólo un ingenio con ese potencial reparador podría curarme del bochorno y devolverme mi color lívido natural. Pero como no había ninguno conocido en los alrededores, me pedí otra cañita y esperé pacientemente a que se difuminara mi sofoco ajeno. Cariño, le dijo a Pedro Sánchez. Como mi tía a su perrito-rata salchicha. Cariño, con la misma musicalidad. De amo a perro. Te amo, perro.
Las personas que sin amor mediante te aprietan las discusiones con tanto cariño oral, querido, a veces te silban para que acudas y otras no, como pasa con los pimientitos de Padrón. Ese “no mientas, cariño”, dulce y sonriente, conlleva un tono didáctico, suficiente, más bien sobrado, de un ente superior humilde hacia un ser inferior desobediente con media neurona, al que se soporta por gallardía y mejor educación y contra el que no se quieren perder las formas por no rebajarse a ese incómodo nivel de lucha a medio palmo del suelo. Insecto, no me despeines, que me arrugas el traje, cariño.
Yo no me libro. Nadie. Por ejemplo, el otro día, casualmente en el bar de abajo de nuevo, concluí que todos los que perdían dos o tres horas de su escaso tiempo libre consumiendo festival de eurovision constituían masa inculta con ojos sin oído musical. Señalaba la tele con desdén superior y risotadas, por el cariño cómplice conmigo mismo, hasta que comenzaron a votar. Me atraganté enseguida. Y eso que ningún pimiento de la tapita, picaba. ¡Votaban en masa con ojos y oído a Salvador Sobral! Pero, ¿cómo era posible? De paliza. ¿Cómo les puede gustar? Si Sergio García Orbegozo levantara la cabeza… ¿La humanidad eurovisiva no es tan cateta como mi mano achicharrada suponía o qué pasa aquí? Por eso, aconsejo, a quien no tenga una cámara de descompresión cerca, que no se fíe de los seres inferiores de toda la vida porque, a veces, además de boquiabiertos al ridículo, pueden dejarte en ropa interior y en deuda por haberte evitado piadosamente el mal trago de bajarte, también, los calzoncillos junto a los humos. Cuidadito con Pedro, Susana, guau, guau. Cuidadito, cariño. No sea que esté “mejorcito” de lo que sospechas o te mereces.
Y esta mañana, pasaba por el bar de abajo y entré a saludar, así que me entretuve en la barra un ratito releyendo a Banderas, que parecía humildemente indignado. No era una nota ni un comunicado de prensa, era una carta al agua, náufraga, en un periódico concreto, en el que explicaba los motivos por los que había renunciado a intentar realizar su proyecto teatral en las ruinas del Astoria. Se siente dolido, insultado, humillado y nos aclara que no quería ganar dinero a nuestra costa sino gastárselo, cariño. Alguien o todos hemos sido desagradecidos y renuncia ya a cedernos desinteresadamente su sudor, su ilusión y sus contactos. Le ha faltado, a mi modesto entender, el párrafo dedicado a aclarar también que no quería ningún trato de favor, ni que nadie se saltase ningún protocolo ni procedimiento legal para alcanzar su buen fin. Se ha olvidado de señalar que no le había parecido bien que el alcalde insinuase que no podía poner el nombre de Banderas en el pliego de condiciones, con algún “pero” pillín, ni que estudiaba no cobrarles ningún canon, a pesar de que nadie en el proyecto se lo había pedido. Sin retranca, creo que podría haber sido un buen proyecto para la ciudad y que, probablemente, Antonio Banderas ni necesitaba ni quería atajos alegales, ni apretoncitos de manos tras las cortinas de la Casona, ni guiños cómplices en los despachos municipales. Pero le echó el ojo ese tiburoncete indomable, pintarroja y juguetón, y se lo ha adobado de un mordisco. A él, a sus socios y a su teatro. Y no ha podido contarlo. Aturdido aún, desde la barriga del escualo, supongo, ha lanzado la botella con la carta de sus reproches a los malagueños de poca monta y olor a establo -siendo de Málaga, mejor establo que corralón, para no ofender a nadie-. Por ahora, esos son sus culpables.