La crisis nos ha cambiado. Ahora somos mucho más obedientes que hace 10 años. Se nos gastó la indignación en seguida. Nos duró lo mismo que la sensación de que sería algo pasajero, que no podíamos consentir, contra lo que la democracia, el Estado de Derecho o la Historia de Occidente estaban preparados para defendernos. Sin embargo, no tardamos mucho tiempo en averiguar que no había nada ni nadie tras los mostradores. Nos quedamos con las hojas de reclamaciones en la mano, hasta que el más listo de los quejumbrosos rompió filas, y uno tras otro deshicimos la cola, imitándolo, para atrincherarnos en nuestras casas. Había que salvarse. Para entonces, las airadas protestas a las que no estábamos acostumbrados, nos habían dejado exhaustos y nos entró miedo de no volver a ser los mismos.
Pero el pánico también se pasa. En cuanto comprobamos que no se atisbaba el enemigo tras las señales de humo microeconómicas. Por ahí andaba la prima de riesgo junto al hombre del saco pero había quien era capaz de verlos en el monte y decirnos por dónde debíamos encaminarnos para que no nos devorase como a Grecia. Entonces, nos recogimos los derechos y seguimos las indicaciones del buen pastor austero, sin estar seguros de quién lo había puesto ahí, ni si sabía de verdad dónde nos conducía. Nos recortó hasta la miseria. Pera eso o el caos. Eso o rebajarnos el sueldo. Eso o el futuro de nuestros hijos. Y ya nos lo han arreglado. Nos han quitado el miedo. El sueldo y el futuro de nuestros hijos, también, pero nos has quitado el miedo. Y la macroeconomía va viento en popa. Sin nosotros, pero viento en popa.
La travesía no sólo nos ha hecho obedientes, también sumisos. Ahora meten a los titiriteros en la cárcel y no se pueden hacer chistes sobre Carrero Blanco ni sobre la -preciosa, por si acaso- Cruz del Valle de los Caídos. Son actos terroristas o de odio. En otros sitios votan a Le Pen y aquí nos abstenemos con Rajoy. Salimos ganando. En otros sitios la crisis ha traído a la extrema derecha y aquí el Centro la abraza hasta engullirla despacito, expandiendo, entre otros, el concepto de enaltecimiento del terrorismo a límites insospechados. Aquí perdemos.
En España, nos hemos librado, por ahora, de las promesas electorales contra inmigrantes. De las leyes perniciosas de las asambleas de la vieja nueva Europa que considera delincuencia la raza, la orientación sexual o la nacionalidad equivocada. Los culpables de que nos vaya tan mal aquí, no son tanto los musulmanes malvados que les quitan el trabajo a nuestros vecinos en Francia, Austria, Polonia, Holanda o Inglaterra, entre otras exquisitas democracias, ni tampoco, los sudamericanos, delincuentes en potencia, que han hundido la industria automovilística en los Estados Unidos de America First. Pero aquí sí hay otros culpables, claro, de todos nuestros males: son la trama, ¡toma ya!
Los de Podemos deciden quiénes son los que se han llevado calentito nuestro dinero, los que han provocado los desahucios, los que han matado de frío a la pobre mujer que no podía pagar el recibo de la luz, en fin, los que se han encargado del desfalco nacional. Son Rajoy, Felipe González, Esperanza Aguirre, Inda, Juan Luis Cebrián, Blesa, Rato y otros cuantos malos malísimos designados a dedo por la gracia de sentirse los buenos de la película. Contra los corruptos, Podemos, que los reconoce a la legua, les cuelga el sambenito y los pasea por la ciudad en un burro-autobús. Sin juicio. Ni sumarísimo. Este y este. Y ese que se esconde y ese que nos critica. Y ese que cae mal a la gente, también. Desenmascara a los que considera para escarnio público e insumisión nacional. ¡A merengazos con ellos! ¡Viva la ira! ¡Abajo el enemigo! Señala y vencerás. Ya sea árabe, gitano, negro, homosexual o de la trama. Ya tenemos también en España los ingredientes: una excusa y los involuntarios muñecos del pim pam pum.