Mañana empieza todo. O empezaba. El 1 de septiembre era el día de año nuevo extraoficial, que nos afectaba como síndrome postvacacional incluso antes de que se inventase el término. Pero con la crisis se diluyó el derecho a ser diagnosticado de ese mal desagradecido. En los últimos años, el retorno al puesto de trabajo no podía considerarse ya doloroso en público y salió de las consultas de la seguridad social de malos modos. Las secuelas aquí están, se han extendido sin hacer ruido, fortalecidas por el conformismo de asumir que aún nos podría ir peor. Hay que fijarse y reflexionar sobre el deterioro para notarlas en algunos de nuestros gestos cotidianos, como el ceño fruncido en el espejo del ascensor o las prisas por no dejarse adelantar despacio en las rotondas peor conducidas de la ciudad. La tristeza se guarda en los cajones de las corbatas y el desasosiego en la repisa de los estreses junto a las demás palpitaciones secretas del malvivir.
Pero esta vez nos ha alcanzado septiembre en punto muerto. El sindiós de la política tiene la culpa. Digo yo. Como la tiene de todo lo malo y lo regular que nos pase. En Madrid, hoy continuará la sesión de investidura de Rajoy que ni él mismo confía en sacar adelante. Su discurso de ayer fue el de un debate sobre el Estado de la Nación. Como las respuestas de los que desean botarlo que se corresponderán hoy con los que efectuarían en caso de una moción de censura. Rajoy no es que no haya hecho una propuesta de gobierno, es que no ha pedido siquiera el voto a ninguno de los 180 diputados ante los que parece haber claudicado antes de tiempo. El no por delante. Su discurso ha sido el del miedo a que no gane de nuevo, abriendo la vía de las terceras elecciones como un mal menor. Le ha faltado quizá, ponerse un gorro de Papá Noel para acongojarnos dos o tres diputados más…
Aquí, María Gámez se ha ido y nadie sabe cómo ha sido. Como Bustinduy se fue. Y no sigo recopilando bajas del PSOE malagueño para no ruborizar las dos próximas líneas con la sangría de la izquierda. Algo les va mal. Conejo y Heredia. Conejo y Heredia silban desde hace tantas derrotas que ni se sabe en qué momento se quedaron sin aire para explicarse. Aunque tan etéreos y divinos. Así debió ser como aprendieron a flotar. Y por eso deben pensarse que nadie los ve, ni los señala, tan altos, y hasta puede ser que se crean que no les afecta la gravedad. Yo no sé si esa burbuja de levitación gaseosa producida por tanto carguito a sus espaldas, les habrá permitido fijarse en la manzana de Damocles que espera su turno para caerles encima en cuanto alguien dé un golpecito sobre su mesa. O estornude. En cuanto alguien les tosa, se verá. Mientras, Don Francisco de la Torre puede irse tranquilo a un curso en Santander, o dos o los que considere, tras mostrarse dispuesto a solucionar el único problema que atenaza a nuestra espléndida ciudad del pleno empleo, de la cultura, del sol y que está de moda según escribe un poeta en Nueva York. Haciendo malabares con dos manos, le quedan otras tres a nuestro alcalde para arreglar la barbarie de la feria bajándole el volumen. Con esa oposición, no necesita nada más. Estudiará poner limitadores acústicos. Listo. Arreglado. Gomnina, un traje y a Cantabria. Sus asociaciones estarán de acuerdo. Sin ruido, no habrá pipí. Y los atolondrados del punto muerto, observaremos cómo llega septiembre sin pena ni gloria de volver a la oficina, menuda la suerte, en la Ciudad del Paraíso.
Feliz curso nuevo.