Faltan dos días para los fuegos y no sé qué nos pasa, que parecemos más europeos que nunca. Estamos todos quietecitos, incluyendo a los trabajadores de Limasa y los torrecontroladores, a los que puedo imaginarme incluso con un clavel en la solapa, eligiendo un tanto indecisos sobre los colores que llevarán en sus tardes libres de faralaes. Pero este trance silencioso que envuelve el polvillo que levantan los silbidos de arena de la brisa malagueña, esperen que respire y que pase esta planta rodante del desierto, no les es exclusivo. Esta calma chicha tiene pinta de haberse mecido entre las corrientes manos de algún abanico experto y se nos ha colado por una rendija misteriosa que creíamos de aire acondicionado. La adecuada. Donde se guardaba el bromuro que nos sobró de la mili, por lo menos. Y ha sido capaz de aletargarnos benditamente célibes, inocentes y dispuestos a creernos que tal vez no seamos tan horrorosos como pensábamos haciendo ferias. Doy un viva a este gas tóxico, si existe, y que seguramente huela a vino dulce y a cuchu asturiano de caballo mezclado, que sospecho que ha debido producir algún movimiento tectónico desparramado por un terremoto en el Mar de Alborán y que nos ha puesto de acuerdo, al menos, en curarnos el desánimo preventivo.
Está ocurriendo en todos los ámbitos -o me he dado otro golpe en la cabeza-, pues considero que la prensa no se ha asomado aún con titulares ebrios de espanto ni los responsables de seguridad han pretendido calmarnos el nerviosismo todavía con cifras de superdotaciones policiales ad hoc ni registros de encautados, que esperan mejorar con un asombroso plan de choque anti navajeros. En cuanto a los organizantes, no ya solamente la fiestejista delegada municipal permanece con las bragas en su sitio y la boquita cerrada, sino que hasta el alcalde parece haberse sumado a esta relajación etérea en un punto bizco del horizonte, que, desde mi uso de razón, no nos acompañaba durante las previas al desmadre feriado, este mismo que ya porto aquí, encima más que en brazos, y que observo de reojo sin soltarlo despavorido por si no fuese tan feo.
Don Francisco está contenido. Un poquito liado ante las cámaras de su tele y sin poder aguantarse del todo sobre educarnos el gusto al buen transporte público en metrobús, pero aparte, nadie se ha echado las manos a la cabeza porque resople la feria. No hay prepipí en las calles ni en sus ríos adyacentes. ¿Qué nos estará pasando? ¿Dónde estará el ruido por llegar que no lo escucho? ¿Se estarán preparando las reuniones entre los partidos políticos para solucionar los problemas de la feria que suelen sucederse cada día después de la feria y que de paso nos sirven para embovedar el Guadalmedina? No hay un gueto nuevo donde esconder las hormonas desatadas con sus preadolesentes portadores, ni una retahíla de asociaciones en cola dispuestas a firmar el no al tranvía ni sus coches de choque donde le han puesto la cruz los concejales generosos. Así que, por fin. Por fin puedo decir que no disfruto de la feria. Que no me gusta ponerme verde y morao. Ni las aglomeraciones. Ni las tradiciones de los señoritos andaluces del otro lado del río. Ni el rebujito. Ni las sevillanas. Ni la canción del verano. Ni el sombrero cordobés. ¡Ni el mejicano! Y qué alegría me da, que la excusa de que me pase esto, por una vez, no sea lo mal que lo hacemos, lo salvajes que somos, lo mal educados que estamos, lo mucho que ensuciamos, ni lo poco que nos fustigamos. Lo que me pasa es que soy un soso. Muy soso. Un soso feliz de que exista la feria y de que no me guste. Y de que falten dos días para los fuegos y no haya bomberos en la costa. ¡Qué alegría! Que viva mi feria y que yo esté muy lejos.