Vivimos en un mundo gourmet. En otros mundos la gente se preocupa de comer lo que le caiga, tanto si es demasiado escaso para mantenerse con vida, como si es demasiado inadecuado para preservar la salud, porque junto a la pobreza que se muere de hambre hay una nueva pobreza de niñas y niños obesos y propensos a sufrir enfermedades de mayores.
Pero eso son galaxias lejanas. Nosotros vivimos en el mundo gourmet, y aunque yo sea un habitante de a pie, de los del quinto B de un barrio de clase media-media, tengo acceso a mini hamburguesas gourmet compradas en espacios gourmet de grandes superficies, ferias gastronómicas y, (¡ah!) también mercados, porque los mercados de abastos, tan de otro tiempo, se han subido al carro y ahora venden menos verdura y más tapas y cócteles.
Mi infancia no fue nada gourmet, incluso aunque mi madre, una mujer viajada por su condición de emigrante consorte, alternara los potajes de su Almería natal con guisos afrancesados. Pero aun así, en los años setenta del siglo pasado los exotismos se reducían a algunos quesos, básicamente el de bola y aquel azul que los niños de mi cole decían que tenía gusanos y las latas de mantequilla holandesa de las estraperlistas.
Tampoco lo fue mi adolescencia. En los añorados ochenta, los chicos de las crestas no pensábamos en comida hasta que las tripas rugían, y de lo que había sobrado de la inversión en litronas en aquel ‘Pedrega’ que hoy suena tan hortera, comprábamos en una tiendecilla de comestibles margarina y pan de molde y tan contentos. Lo de la cresta lo cuento; lo del pan de molde con tulipán me lo callo por no ser menospreciado en los círculos en que ahora me muevo, igual que la querencia por los shawarmas, más reciente y menos fácil de ocultar, sobre todo porque los que despachan me saludan cuando paso por delante de los puestos, aunque cuando vuelvo a ellos, esporádica y furtivamente porque ya no lo resiste el estómago ni lo permiten mis médicos de cabecera, les repito que el que va por allí nunca es el mismo que otros días pasa de largo, sobrio y acompañado, camino del gastrobar.
Gourmet, gastrobar, crujiente, espuma, textura, sifón, tataki. Hay que ver la de neologismos que hemos tenido que asimilar en tan poco tiempo. Vino de autor, cerveza artesana, food truck, gastrofusión… Si me llego a quedar dormido en los ochenta con el estómago lleno de cerveza y margarina y me despierto en el mismo escalón, me encuentro que donde estaba aquel ultramarinos Toñi ahora venden tapas creativas, aunque la creatividad a veces consista en mezclar el mismo pan de molde y la misma grasa hidrogenada con alguna salsa japonesa y algún ingrediente que chirríe. Yo no sé cocinar, y a veces tengo la impresión de que la cocina de vanguardia provoca en los legos el mismo temor a pasar por ignorantes que el arte abstracto, y si la mezcla nos sorprende, aunque diste mucho de ser memorable, pagamos su sobreprecio y nos la tragamos sin chistar.
Lo preocupante es que en un espacio como el centro de Málaga, ahora que estamos tan de moda y nos visitan cruceros y nos sacan reportajes en las revistas de los aviones, las calles más cotizadas para negocios de restauración se muevan entre el gastrobar de fusión y el retorno, en versión 2.0, del restaurante para turistas, con cartelones en tecnicolor de platos con muy mala pinta. Mi padre decía: “Huye de los restaurantes que exhiben fotos de los platos”. Ahora resulta más difícil huir porque te intercepta el camarero, carta o folleto de descuento en mano, incluso aunque vea que no eres rubio y que pasas por allí todos los días. Fusión, confusión, sifón. Espuma. Aire… Humo. A veces cambiaría ser gourmet por ser chico y volver a comer comida, sin más.