Hace 31 años que regresé a Málaga desde Valladolid. Y me he acordado hoy por los sanfermines. Un 13 de julio del 85, yo también cantaba el pobre de mí, aunque más triste que cualquier corredor de encierro con chapela, porque el mío lo había premeditado con alevosa intransigencia juvenil. Iba a encarcelarme con la cara larga del adolescente incomprendido y llorar mi propio encierro autoinfligido. No pensaba salir a la calle de Málaga, para mostrarme mártir y si podía, tampoco respirar o aparentar no hacerlo, insuflando el dolor necesario a mi reivindicación del disgusto más importante del mundo. ¿Cómo se podía vivir en una ciudad de vacaciones? ¿Estábamos locos o qué?
Siempre he sido quejica y protestón, pero a los 16, además, me sobraba alguna hormona, que ya, deduzco, se quedó a vivir conmigo desde entonces. A la huelga de hambre no me adherí porque era demasiado silenciosa para captar la atención de mis mayores y porque ya era glotón. Supongo que lo sería de nacimiento. Al pequeño de la casa, un joven, guapo y deportista, y un hombretón en apariencia, con menos mano izquierda que un zurdo en la época de Franco, no le había gustado el traslado y la procesión iba por dentro (y por fuera).
Con la otra cara de la moneda, no me solidarizaba ni mijita. Mi padre había decidido unos días antes pegarle una patada en el trasero a la empresa constructora a la que le había dedicado un tercio de su vida porque lo enviaban a Venezuela, a hacer una carretera y un puente. Menos mal que no nos fuimos. Ahora sería un bolivariano iraní antidemocrático sin papel higiénico ni compresas en los supermercados. Qué horror. Como cualquiera de Podemos hasta el 25 de junio. Y así ocurrió que mis padres volvieron a su tierra y yo a la de mis vacaciones del mes de agosto, sin saber a ciencia cierta si las chanclas y los pantalones cortos se usaban todo el año de safari o si se celebraba o no la navidad a pesar de la ausencia de la calefacción central con sus copitos de nieve.
A mí me desorientó, sobre todo, la edad que me azuzababa la rebeldía, las motos por doquier y la caca de perro a su zaga, acechante en cada acera. Como una marca de cantero. Tenía que haber muchos perros. Y los papeles, y las cáscaras, y los restos de bocadillos de chorizo en la vía impúdica. Tenía que haber muchos cerdos. Cargado de bártulos en la calle Maestro Chapí, en medio de un terral impresionante que sospechaba fiebre intensa, oí en la radio del coche en el que habíamos viajado cinco y la madre, el pobre de mí. Fue un 13 de julio, sí. Ahora maravilloso, adornándolo con tirabuzones. Pero entonces, no tanto.
Se me pegó la zeta enseguida y los amigos de un día para siempre en pocas semanas. Eso no ha cambiado. Pero lo demás un montón. Yo ya no llevo cresta afer punk. Y quepo en la misma altura con 50 kilitos más que aumentan con la nostalgia y el sofá de mediodía. Y la ciudad es otra. Está de moda. Brillante. Reluciente. Bueno, eso no. De limpia se parece a la que era. Pero se ha convertido en un centro cultural eficiente y sostenible. Bueno, eso, repasando las franquicias, tampoco me atrevería a aseverarlo así, sin matices. Pero… Bueno, está muy bien y ha mejorado mucho. Esos solares abandonados que había entonces ya no están. O hay menos. O lo parece. Quizá siga igual en ese sentido también pero, no sé, ahora hay Metro y antes no. O ahora hay medio Metro. Y pronto se hará el resto. O no se hará. Quizá el Metro tampoco sea el elemento diferencial. Pero el cauce del río estaba abandonado y ya no. Vale, puede que siga abandonado pero ahora tenemos un barrio de las artes espléndido al lado. El Soho. El ensanche. Lo que sea. Sin juzgados y poco más. Pero antes íbamos al cine. Menos mal que nos queda el Astoria. Esa será la diferencia, el Astoria. Digo yo, ahora que se acaba San Fermín, lo importante que es el Astoria.