Me dicen que un viejo amigo, al que no veo desde la guerra, presentó un libro de poemas recientemente en un bar alternativo. Con lo de alternativo me refiero a que en el que estaba previsto no pudo ser por culpa del fútbol impertinente. Yo preferí el deporte al rey porque me excita profundamente el riesgo, volar, saltar, remar, hacer tirabuzones al caer en mortales hacia atrás, y me quedé frente a la tele del remordimiento en su lugar, adelgazando unos kilitos de menos. A mí no me gusta la poesía, yo soy punky, le confesé un día sin que me creyera. Si no tienes cresta. ¿Y si ya me creyera? La edad susurra trampas, y uno ya se anticipa y corre de escenario en escenario impermeable al río que lo mojó dos veces. Encima perdimos, le dije a José Luis hace unos años. Él me consolaba las derrotas con frases de Kerouac que yo no sabía de quién eran, ni lo sabré nunca, mientras me arrastraba hacia la oscuridad para salvarme de cualquier miedo insuperable. ¿A dónde vamos, tío? No lo sé, pero tenemos que ir. Y, así, yo lo seguía, recobrando el ánimo y la esperanza. Nubes de Bora Bora en escabeche.
La memoria de José Luis González Vera recorre su casa a oscuras, esperando la lluvia en el cristal para retarla a desprenderse de su falacia de nostalgia. Cada gota que se pierde ajena a su propia existencia nada tiene que ver con la pérdida que le contrae el alma. No está. Ya no estárá nunca más para siempre. Y no estaremos. Las campanas suenan bajito en las esquinas. Palpitan los cajones, los armarios pesan vacíos y las estanterías de los libros cerrados huelen a su dueño, que se ha ido. Pero son falsos fantasmas. Son la cortina que te separa de esa llovizna traicionera. Ni la benevolencia del destino se invoca en el pasado. Se esfuma primero la voz, después el rostro y, por último, no quedará nada que encontrar en los bolsillos de ninguna vieja chaqueta. El azar queda lejos y ya no nos incumbe.
No me ha dado tiempo a leer el libro -casi- así que me limitaré a adular al autor por si, por casualidad, algún otro día me lo encontrara en algún bar, anticipándose y bebiendo las horas sin mí. Es grande, guapo y reversible. Ese dandi a quien nunca pillarás en descuido. Atento llorón, fuerte como uno de los lobos de su piel que no persiguen corderos sino caperucitas.
Y luego está el libro. La excusa para mencionarle con cariño, de descarga gratuita en la web que lleva su nombre: José Luis González Vera. A oscuras. Les pediría que no se lo perdieran. Si no fuera por las prisas. Porque no se fíen. Pudiera ser que no les gustara lo que escribe. O peor, tampoco cómo lo hace. O peor aún, que le confesaran a alguien que amaran, que no les gusta la poesía. Así, en general. Tampoco el color verde o el sonido de las olas los lunes. O el aire que respiran los martes. Hoy es miércoles. Alguna vez leí en algún sitio -y si no, sería una mentira piadosa inconsciente- que los miércoles son los mejores días de la semana para leerse poemas tumbado. Aunque no para todos. Si van a la Noche en Blanco y hacen cola en sus atracciones gratuitas, ni lo intenten, para evitarse suspirar un segundo y reencontrarse con la imagen del espejo de la que habla José Luis, con tanto desgarro. ¿Qué harían ahí detrás? Esta casa ya sabe demasiado y se puede vengar si se siente ofendida.