Sólo han pasado tres días. Tampoco hay que ponerse nerviosos. Como mal mayor y siguiendo la tendencia de sumarse unos cuantos diputados cada vez, en las sextas elecciones consecutivas, el PP conseguiría mayoría absoluta. En año y medio más de campaña, listo. Como mucho. Y no sería para tanto. A todo se acostumbra el cuerpo. Y hasta el alma. Otras elecciones para el Puente de la Inmaculada Constitución, las siguientes en San Fermín, con una bota, con una bota, y las definitivas para el día de reyes, con una bota y un calcetín, allá por el 2018. Por mucho menos de lo que perdió Adif en el camino, tendríamos gobierno tras otras tres intentonas, y saldría más baratito que tendiendo sus mismos lazos y vías. Lo que no sé muy bien es cuántos iríamos a botarlos. A votarlos unos cuantos menos, eso seguro. Pero en un barco los enviábamos a Islandia a que aprendieran a jugar al fútbol, y tras la ceremonia en el astillero, brindábamos con el champán sobrante o el cava, si los catalanes tuviesen el detalle y no estuviesen muy liados estudiándose lo del Brexit.
Porque, que se pongan de acuerdo ahora, como dijo Susana Díaz ante el posible pacto imposible con Podemos, no lo veo, es que no lo veo. A la segunda, nada parece indicar que vaya a ser la vencida. Me refería a las elecciones pero sirva también el comentario para esa armada invencible naufragada en Andalucía. Estas elecciones han dado para que Rajoy bote en el balcón de la noche electoral y Moragas se arranque a su lado con un baile latino. Porque a nadie le amarga un dulce ni tampoco la sorpresa de una quiniela de 14 inesperada. Pero para asentarse, no da. Mejor dicho, tampoco da. Un gobierno entre 137 no se sostiene, por más pertinaces que lo intenten, calculadora en mano, en las tertulias televisivas, acallando su canto de yo soy español, español, español, por culpa de Italia. Ni se vislumbra en la lontanaza entre los barcos vikingos que se llevaban a Rivera, Iglesias y Pedro Sánchez, por ese orden, unas cuantas líneas más arriba. Porque Rivera no está para exigirle nada a un candidato que le cuadruplica las mejillas. Iglesias se ha escondido, ensayando copiarle la táctica a Rajoy y ya no me extrañaría ni que, en las terceras, si las hubiere, fuera de liberal transversal y nos prometiera a través del plasma una bajada de impuestos regresiva. Que paguen más los más tontos. Y Pedro Sánchez… Pedro Sánchez tiene un coro de amigos que para sí quisieran los niños cantores de Viena. Con la rubia de bote salvavidas a la cabeza. Y una retahíla de barones voluntariosos intentando asestarle el famoso zarpazo en cuanto se descuide, detrás.
Pero como dije, sólo han pasado tres días. Que no cunda el desánimo. Ya dijo Rivera que no habría terceras elecciones. Y Pedro Sánchez. E Iglesias. Y Rajoy se ha encerrado en el castillo, a observar lo que pasa tras la mirilla. Yo creo que pone la canción de Raphael que lo convirtió en famoso bailarín cuando observa a los otros tres candidatos dándose mamporros postelectorales. Y le dan ganas de mostrarse al mundo y botar feliz caminando rápido. Pero se acuerda de lo que le mandó su médico de cabecera, Arriola, y se contiene, como cada cual, cumpliendo esmeradamente con su papel secundario. Haya o no terceras o cuartas elecciones, nos vemos en Reikiavik, con un pañuelo al viento y empate a cero en el desinterés creciente por dilucidar seis de las siete diferencias insignificantes entre la nueva y la vieja política. La séptima es la importante. Se pondrán las botas o morirán con las botas puestas. ¿Quién sabe?