Está de moda decir offshore, desde que algún gracioso o despechado al ser despedido de un despachito de abogados panameño desveló los secretos financieros de la gente respetable del planeta. Me produce verdadero sonrojo descubrirlos así, como en pijama. Porque la economía familiar es una cosa muy íntima, hasta para los pobres. Saber lo que cobra o el patrimonio que maneja tu vecino lo hace vulnerable y lo desviste con hojas de parra. Pero cuando el que deja caer su carpeta con ese tipo de secretos tan íntimos es el señor impecable que dirige el emporio por el que transitas a diario, el mundo se desparrama, junto a sus papeles y sus millones. Blesa ya nunca más será Blesa. Será Blesa en calzoncillos y despeinado. Ese pobre hombre rico difícilmente recuperará el aprecio a su dignidad. Y temo por Rato. Espero que no luzca su nombre como los que, de tres en tres, cada día dejan fluir los socios del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación, para humillarlos ante su fortuna. Porque si así fuera, más espantoso que recordarlo con un bañador amarillo en un yate, sería imaginarlo para siempre con el culo al aire y sin barquito. Odio el escarnio.
Luego están los que dicen con ánimo triste y desganado, que tener una sociedad en Panamá no es ilegal. Como intentando desmerecer al sigilo de puntillas previo a ser tragados por la tierra. Silbando como un viento alisio y dejando un rastro de un líquido viscoso extraño tras ellos, en cuanto se alejan con prisas del periodista que insiste en hacerles la vida tan complicada. Cuéntale cómo pasó en su casa o en la mía, lo resumen todo. Y con los ojos saltones espera Almodóvar al borde de un ataque de nervios, tras la ventanilla trasera de un coche beige, que lo traslade a ese sitio que lo borre del mapa y del estreno inoportuno que ni su hermano puede quitarle de encima.
Pero ¿para qué sirve una empresa en Panamá creada por un español sin intención de hacer negocios en Centroamérica? ¿Qué servicios ofrece? ¿Una cartera de clientes? No. Ofrece dos cosas, sólo dos: la primera, no pagar impuestos en Panamá, que no afecta a quien no tenga intención de trabajar allí y la segunda, que es la que interesa a toda la retahíla de millonarios sin escrúpulos que van apareciendo, la confidencialidad. ¿para qué sirve la confidencialidad de las empresas offshores? Sólo para una cosa: para poder abrir una cuenta bancaria sin que conste, realmente, a quién pertenece. ¿Y para qué quieren una cuenta en la que no figuren? Una de dos: o para hacer legalidades, no se sabe cuáles, ni cuántas, ni dónde, ni por qué o, dos, para blanquear dinero. Ese dinerito de las comisiones, de los conciertos, de las películas o de las estafas que no se haya cobrado mediante factura, sino en un coche valenciano, en un sobre popular, en una ayuda a la regulación de empleo andaluza o a través de la lámpara maravillosa de cualquier genio macroeconómico.
Y por último está Soria. A orillas del Duero. Negando al padre y al hermano, en la avenida soriana del Getsemaní. Negando su nombre, su firma y lo que haga falta. Ese Soria será otro Soria, al que no conoce el ministro venerable, dice. El secretario de UK Lines que figura en el registro británico no es él. Ni el de los papeles de Mossack Fonseca. Será otro. Eso sí, reconoce haber tenido negocios con esa misma empresa, UK Lines. La rabia que tendrá ahora de no haber llegado a conocer a ese otro Soria que se llama igual y que tiene una firma idéntica a la suya. Ante eso, la rabia de quedarse en pelotas o en evidencia, no será para tanto.