No son buenos tiempos para la sinécdoque en Europa. Hablar de los europeos durante las últimas semanas supone asumir la parte que nos toca del piquito de la extrema derecha de la etiqueta xenófoba que nos hemos colocado nosotros mismos, disciplinadamente. No sería un mal momento para repasar alguna serie televisiva de penita racista, con barcos de vapor entre algodonales de Louisiana o de Carolina del Norte, que sirvieran para aliviarnos la mala conciencia que pudiera quedarnos por considerar diferentes en derechos y obligaciones a los que menos derechos y obligaciones les quedan. Les estamos poniendo una estrella amarilla en el brazo, a cada uno de forma individual, no a puñados, para cumplir estrictamente con la legislación humanitaria que nos rige los escrúpulos occidentales. Somos Viktor Orban hablando sobre la cristiandad en Hungría. Y somos también Heinz-Christian Strache, el líder del Partido de la Libertad en Austria, cuando asegura que la debilidad de Europa nos está llevando al abismo. Y somos Le Pen y el holandés Geert Wilders, y el belga Tom Van Grieken del Vlaams Belang y el italiano de la Liga Norte, Matteo Salvini. Todos comparten el mismo análisis. La culpa de todo la tienen los refugiados y hay que acabar con ese monstruo que hace peligrar la cultura europea y la esencia de nuestra libertad. Por eso en Suecia, según el periódico Aftonbladet, miembros de extrema derecha distribuyen panfletos sin firma cada noche en Estocolmo en los que se hace un llamamiento “para infligir el castigo que merecen los niños norteafricanos que pululan por las calles”. ¿Sabían que en Dinamarca se ha prohibido por ley ayudar a los refugiados? La policía puede requisarles sus pertenencias. Sólo tienen derecho a poseer 402€. Y esta ley ha sido aprobada en el parlamento danés con el voto del gobierno liberal, el de la ultra derecha (DF) y el de los socialdemócratas. Todos juntitos.
La extrema derecha también ganó las elecciones en Polonia y el partido Ley y Justicia (PiS) ha promovido grandes manifestaciones en contra de los refugiados, como la marcha patriótica bajo el lema “Stop a la islamización de Polonia”. Y Amanecer Dorado en Grecia. Y el Partido Nacional Democrático (NPD) en Alemania… y yo, y todos nosotros compartiendo en las redes sociales bulos insufribles, de páginas xenófobas de mala muerte, malísima muerte, donde se indica que una mujer que acogió a un refugiado sirio fue violada y torturada por el sarraceno infiel, por un suponer, en Leeds. O este otro buen hombre de Normandía que fue decapitado por otro sirio malo que quería robarle todas sus pertenencias. Hasta al entrenador de fútbol al que zancadilleamos con su hijo en brazos, entre todos en Hungría, y que nos trajimos a España por arrastramiento popular solidario, pudimos verlo poco después en un burdo montaje sin piedad, metralleta terrorista en mano, y vuelto a ser vapuleado sin que pudiera echarse las manos a la cabeza ni en público ni en privado para reprocharnos todo el daño que le seguimos haciendo.
Nos dan miedo los que nada tienen, y los que lo han dejado todo huyendo de una guerra civil porque entre tanto sufrimiento, suponemos que se puede esconder el mismísimo demonio. El demonio que no se integra. Que nos odia. Que nos quiere matar. Y acabar con nuestro estilo de vida. Con la pureza de nuestra raza. Maldita Historia si la dejamos que se repita.
Y en Europa, sinécdoque dolorosa, se reúnen sus mandatarios no para frenar el aumento peligrosísimo de la xenofobia, sino para buscar la fórmula que acabe con las colas de seres humanos que huyen de la guerra y el terror sin derechos ni recursos en nuestra frontera, mandándolos de vuelta por donde vinieron. Turquía es un país seguro, de repente y por decreto. Seguro porque así nos conviene ahora, hasta para cuidar de los kurdos que huyan del ISIS.
Uno a uno en fila hacia Turquía. Un país “seguro” que no asume, siquiera, la Convención de Ginebra. Y lo digo, oh, Dios de los cristianos, persignándome.