Tengo una amiga militante de la compra en las tiendas de barrio y en los mercados, de las que desafían barreras arquitectónicas arrastrando el carrito por toda la ciudad y entran al supermercado con las gafas de cerca acaballadas en la nariz para ver si las conservas son de pesca sostenible o el café de comercio justo. Hace unos días me invitó a comer a su casa. Había lentejas y dije que estaban muy buenas. Ella bajó la mirada.
Resulta que las legumbres las compra mi amiga en una tiendecita antigua que todavía vende granos y cereales a granel. El género se expone en sacos de arpillera. Los dos hermanos que llevan el colmado, ya entrados en años, atienden con parsimonia a una clientela cada vez más reducida con la que comentan la lástima de que la gente haya dejado de cocinar platos de cuchara, porque el negocio que heredaron de su padre, en otro tiempo próspero, se les está muriendo.
Tan es así, que para tratar de salir adelante, hace unos años empezaron a llenar las estanterías con productos exóticos, y ahora esa tiendecita antigua, es uno de los sitios de la ciudad mejor surtidos de alimentos orientales, africanos y latinoamericanos, mercancía que, según dicen, está salvando las ventas. Así que mi amiga, que empezó a frecuentar el negocio de niña acompañando a su padre, ahora, además de las lentejas, se surte allí de salsas y especias de lugares remotos.
Mi amiga se toma su tiempo para ir a la tiendecita, por darles su rato de charla y compadecerse de la suerte de los dos hermanos, con la batalla perdida a las grandes superficies. David contra Goliat, lo de siempre. Hasta que el otro día, cuando iba a comprar sus lentejas a granel, entró en la tienda una señora de edad, vestida humildemente aunque no exenta de elegancia. Uno de los hermanos la saludó y se dispuso a atenderla. La mujer explicó que era boliviana y que le habían dicho que allí vendían choclo para guisar. El tendero dijo que él no sabía nada de comida boliviana y que tenía esta clase de maíz y esta otra. La mujer pidió un kilo de la que le pareció mejor y pagó con un billete. Al recibir la vuelta, una moneda se deslizó de sus manos. La clienta pidió que le recuperaran su moneda del saco de lentejas donde creía que había caído. Los tenderos primero se hicieron los sordos. Luego, cuando la señora metió la mano en el saco para buscar la moneda, uno de ellos salió como una exhalación de detrás del mostrador gritándole que no le tocara el género. Tras argumentar que “cada uno es responsable de sus actos” tal vez queriendo insinuar que había culpa en el hecho de que algo se le caiga a alguien de las manos, dijeron a la señora que esperara a que la tienda se vaciara para buscar la moneda. La mujer, cada vez más arrugada, explicaba que si la moneda no fuera de un euro, la dejaría, pero que un euro era un euro. “Por suerte, al final otra señora que había entrado detrás de ella levantó la voz y espetó a los tenderos que lo que estaban haciendo era algo indigno”, concluyó mi amiga. “Yo me había quedado paralizada, incapaz de reaccionar, y ellos, creyendo que les daba la razón, cuando la señora se hubo ido remataron diciendo que por culpa de esa gente el negocio ya no merecía la pena”. Acabamos de comer en silencio, mirando el telediario, que hablaba de la entrada en vigor del acuerdo para expulsar a Turquía a todos los migrantes que lleguen a las islas del Egeo, y mientras veíamos a familias sirias con niños acampar entre charcos, pensé cuánto se parece Europa a esos dos viejos tenderos, y la ciudadanía europea a mi amiga, involuntaria cómplice de una injusticia ante la que no sabe cómo reaccionar.
He aborrecido las lentejas.