Estaba atento ayer a lo que me contaban en la tele de los posibles pactos imposibles de investidura cuando me he acordado de un episodio de mi infancia. Concretamente rememoré una tarde descansando las carreras con una merienda de tostadas en el lujoso chalet pareado sin piscina en el que pasaban sus fiestas de guardar, muy bien guardaditos, mis feroces amigos primos. Primos por los numeritos que montaban y por ser primero dos, después tres y con la llegada de los gemelos, cinco, pero primos también por ese arraigo colateral que se difumina en la familia con el paso de los años y la distancia, decía Einstein que el espacio-tiempo se arruga, pero de la que tanto se goza en la temporada de las cerezas y de las rodillas amoratadas.
Felipín dijo abiertamente aquella tarde que estaba harto de que siempre ganara el Correcaminos. Bip bip. Y como era el mayor, casi lo apoyamos los demás. Me echaba la mantequilla del bendito colesterol en la cocina americana, viendo los dibujos animados de la tele lujosa portátil en color, cuando oí a su hermano, Chicho, apoyar esa idea revolucionaria. Es verdad, decía. Que se lo coma el Coyote despacito y se vengue ya de todo lo que le ha hecho. Me libré del castigo por glotón y los gemelos por ser muy pequeños y aún más guapos. Pero mi tío Felipe castigó la sinceridad de ambos y, de paso, a Carlitos, que aún no había soltado su media lengua de tres años al respecto, pero que había asentido con la mirada truculenta y un gesto muy feo, decía. Los años y unas gafas le solucionaron a Carlos el estrabismo y la soltura con el idioma, que conste. Pero, a lo que iba, mi tío me usó de ejemplo y me dio las tostadas arrebatadas a sus hijos como premio. Ahora son altos y delgados. Desde aquel día, cuando veo a unos atletas españoles recibir una medalla de himno y bandera, sé lo que sienten. Aunque lo mejor de haber mantenido la boca cerrada, bueno, es un decir masticable, fue que me quedé esa tarde con la única bicicleta de lujo que había en aquella urbanización de adosados. Y en la de al lado y en la otra. Para mí sólo. Sin compartirla con sus dueños primos. Como al flautista de Hamelin, me seguían todos los chavales, a dos ruedas mediocres, cuántos amigos hice, camino arriba, camino abajo. Alguno aún me saluda y sé que cuando lo sobrepaso, susurra a quien lo acompañe que yo soy ese de la bici del que tanto le había hablado.
Uno puede convertirse en un líder de masas por casualidad, que se lo digan a Rajoy, pero debería aprender de la coyuntura para aprovecharse de la flauta en venideros postulados, que se lo digan también. Quien dice Rajoy, dice Pablo Iglesias. Si Pedro Sánchez y Albert Rivera llegan a un acuerdo de investidura que no inviste de nada, no envistas. Haría un anuncio con Steve Wonder sobre esto. ¡Que hay elecciones, hombre, bueno, hombres!. Si no suman 176, contad hasta ahí antes del ataque de sinceridad que confiese los enfados y las traiciones, que os podrían hacer falta en el siguiente intento, con tres o cuatro diputados más o menos, otra vez empatados. A ver, Pablo, lo que te ha hecho Pedro no es tan malo. Si son 130. Mariano, lo de Albert, tampoco. Cuatro amigos. ¿A quién le importa con quién vas, si con Tom, Jerry, Pixie o Dixie? Calladitos, buena letra, diplomacia, un himno, tostadas, y a la bici, silbando la canción de verano azul, esa de lujo para el mes de junio. A sujetarse los machos y ya veréis qué pronto os susurran.