El domingo pasado liamos la gorda en las elecciones y ayer no la conseguimos emparejar como nos hubiese gustado en el sorteo de Navidad. Así que seguimos igual, felicitándonos las partes saludables que nos quedan pero con la gorda soltera. La desgracia de que no haya aparecido el gordo con el pan bajo el brazo se superará enseguida, en cuanto se inicie la primera discusión fraternal de la noche de paz, o sea, de mañana mismo. Pero la novedad de este año será que junto al abuelo, los padres, los hermanos, los sobrinos, los cuñados, las cuñadas y los gatos, le tenemos que hacer sitio a la gorda y en cuanto nos achispe el vino de la Nochebuena, es muy probable que se saquen todos sus líos, que son muchos y territoriales, a relucir.
La gorda del abuelo es con el PSOE, al que aún le hace arrumacos susurrándole la internacional, ¿dónde va el pobre, puño en alto?. Él es -en presente- fiel votante de Felipe González y de su hija, Susana Díaz, y de ahí, todo tieso para adelante, con el firme paso de la experiencia hecho zanahoria.
La segunda generación, la de los padres, suele ser más conservadora que la de los abuelos. Así que, en mi casa, como en la de la mayoría de los de mi generación, la gorda que han liado los que abordan la jubilación amedrentados como si se tratase del más peligroso deporte de riesgo -puede que con razón-, se resume en la trayectoria de la cartelería que han achinchetado tras la puerta de su dormitorio a lo largo de los años: el protagonista era el Ché a los 15, Suárez a los veintipocos, Rosa Díez, a los cincuenta y algo, y Bertín Osborne ahora, a la viruela sexagenaria, en su casa o en la mía. ¿Al PP, papá? ¿Al PP, mamá? Sí, al PP, hijo, al PP afirman a media voz para que no los detecte ninguna empresa demoscópica.
Pero la gorda gordísima la hemos traído a la mesa los de la tercera generación, entre los que me incluyo por devoción juvenil, junto a los hermanos, hermanas y sus respectivos acompañantes. Una cosa era un debate en los postres navideños entre los partidarios del PP o del PSOE, con menos minutos dedicados a la confrontación que los sumados entre los partidarios del Madrid o el Barcelona, y otro la que hemos liado entre todos votando el 20-D. Turrón del bueno. Nuestro interés a los treinta y tantos se debate entre el tilín que nos han hecho Ciudadanos o Podemos, y sólo nos une en buena discordia el fervor con el que criticamos la ley D´Hondt, pobrecita. La Ley D´Hondt es la mejor amiga de la gorda. Y juntas, además de enormes, cambian de color, a pardas. Que hasta el abuelo habla de ella como si la conociera de toda la vida. Aunque la confunde con la circunscripción única o por provincias, como cualquiera que se aficione a las tertulias políticas de La Sexta sin tener a mano la wikipedia.
Pero, continuando con el análisis de este follón que se le ocurrió montar a Rajoy, situándonos frente a las urnas con un mantecado en la mano, concluyo la pincelada política familiar con los que me quedan: los cuatro gatos que votan a IU. Animalitos. Ellos lían la madeja un poquito más, pero son del agrado de toda la familia a la derecha y a la izquierda del salón, de los que se sientan en las butacas, en las sillas o en los taburetes. No molestan. Ahí siguen ronroneando a todos en busca de que le toque un pedacito de eso que llaman los demás voto útil y del que no rascan ni el reintegro.
En 40 años de democracia, no creo que hayamos alcanzado un voto útil más inútil que el de estas últimas generales. De aquí a mañana nos cantamos villancicos plurinacionales en casa, con eso lo digo todo. Pero es que, en dos meses, si la indecencia y la mezquindad no lo remedian, tendremos otras elecciones, auguro que para tenerla, aún, más gorda.