La vuelta al cole me sienta regular. De hecho, me acabo de poner el termómetro, que suele ser el tratamiento que me cura la hipocondría ventricular izquierda desde que tengo uso de razón, pero esta vez -y controlando el pánico con técnicas orientales lo digo-, no me ha llevado la contraria: 37.2º. Ay, qué sudores… No sé si será la chikungunya o la fiebre del mercado gourmet lo que me ha entrado aunque, sacando fuerzas de flaqueza, y tras efectuar una incursión a mi terraza buscando al mosquito tigre sin resultado, he decidido que va a ser lo otro, lo de los mercados.
Menuda epidemia están sufriendo los empresarios del sector. Del ramo, debería decir, por las flores que se echan antes de empezar a verle color al asunto. Esta fiebre contagiosa ya ha pasado de los hosteleros a la clase política y amenaza con afectarnos a los ciudadanos de comer por casa. A Málaga ha llegado tarde. Como tantas otras cosas. Aquí se anuncia como moderno cuando se ha ido ya de otros lugares, por viejo. Peor que por viejo, por viejuno.
Los virus alimentarios y sus correspondientes fiebres vanguardistas tardan en arraigar aquí más que en otros sitios pero, una vez se han implantado, se convierten en invasoras “de fusión” con capacidad de destruir cualquier tradición autóctona previa. Les pongo dos ejemplos. El primero es el plato local por excelencia en nuestras cocinas arrabaleras: la pizza. Llegó tarde a Málaga pero hoy, la precocinada del super de abajo, hecha con masa de chicle maleable natural, es el alimento fundamental de los que recorren los umbrales de la clase media ciudadana por todos los vericuetos de su miedo a la pobreza. La pizza, esa comida exótica, llegó a Málaga más tarde que a ningún otro sitio de su entorno. Más tarde que la democracia. ¡En 1978 se abrió la primera pizzería en la capital! Pero, ¿no éramos cosmopolitas? Y de aquello, a mis michelines. Como segundo ejemplo, me echo a la boca uno esos dulcecitos japoneses que salían en una película de Woody Allen a principios de los 90 y que llamaban sushi, o algo parecido. De ahí al primer japonés malagueño, transcurrió una década y media de curiosidad. Y ahora, en Nueva Málaga, la madre desde la ventana llama a su hijo, Jonathan, para que se suba a casa una cajita para la cena. ¡Y son salados!
Pues lo mismo puede suceder con los mercados gourmet. Que lleguen tarde. Pero como las pizzas o el sushi, tarde y bien. Cruzo los dedos. Sobre todo, porque las primeras intentonas locales no han alcanzado sus expectativas. Tal vez porque la fórmula que llevó al éxito a unos pocos y al fracaso de otros cuantos mercados gastronómicos anteriores en otras ciudades, no habría que intentar seguirla al pie de la letra. Entre otras cosas, porque aquí tenemos nuestras peculiaridades… A ver, ¿qué es un mercado gourmet en Málaga, por lo visto hasta ahora? Es un mercado con un calificativo demodé. Eso para empezar. ¿Gourmet? ¿Gastro? Y segundo: es un mercado donde se supone que la gente va a comer en franquicias de restaurantes a los que no irían en ningún otro caso, y donde no hay camareros que te atiendan en la mesa ni te traigan el pedido. Ya está. Esa es la fórmula. Se supone que exitosa. Una máquina de hacer dinero que por ahora no suena ni con un burro por casualidad. Eso con dos eventitos, una fiesta de la cerveza y una cata de vino, se arregla si no funciona al principio. Y con tapitas de jamón gratis si a la segunda tampoco marcha. ¿Y a la tercera?
Para que funcione un mercado gourmet, los clientes tienen que olvidarse que están en un mercado y de que es gourmet. Sólo tiene que ser divertido. Sólo tienen que pasárselo bien. Solos, en pareja, con la familia o con los amigos. Si se crea un ambiente propicio de ocio, será un éxito. Si es frío, será un mercado provisional. Como la noria provisional. Como el Pompidou provisional. ¿Cómo se puede llegar tarde antes de tiempo? Cuando se me quite la fiebre, pensaré sobre eso.