Acostumbrado por oficio a hacer de Pepito Grillo, suelo dirigir la parte de la pluma que más coraje da cuando te pincha, a quienes pilotan la nave de esta Málaga en cuyo calor nos cocemos, posiblemente también por su culpa y/o su política. Faltaría más. Para palmeros ya hay lugar entre los cargos de confianza de los gabinetes de prensa de las mejores instituciones. Soy de los que piensan, con la peor mala leche que me cabe, que el columnero debe enfrentarse con mordacidad al que gobierna antes de preguntar, sobre todo por temor a caerse bien después, y ejercer así de contrapoder como dios manda, que diría Rajoy, o sea con el hábito puesto, por la empecinada periodicidad crítica y, sobre todo, por la dignidad monacal que hace al monje parecerse a un articulista de opinión en sus dos terceras partes, como demuestra su exuberancia común en cuanto a la pobreza y la castidad. Sobre todo en cuanto a la castidad. Claro, siempre señalando, siempre protestando y rodeados de malas pulgas, ¿qué quieres? La desobediencia, en cambio, nos sirve para dotar de funcionalidad a la balanza que explica cada realidad ideológica en democracia. ¡Toma ya! De modo que el que manda, como está mandado, en la misma nómina recibe el mando y un buen suplemento por ser criticado. Lo segundo siempre se ha aceptado peor que lo primero, aunque en favor de algunos de los políticos a los que critico con más asiduidad he de reconocer que la mayoría tiene buen encaje. Otros no sé, porque no me hablan. Poniéndome en su lugar, a nadie le gusta que le lleven la contraria, y menos con ironía, maldita la gracia.
Nosotros, los ciudadanos de a pie, no tenemos que dar cuentas a nadie, y según qué equivocaciones o actos impuros, nos suelen salir más baratos. Digo esto porque hace pocos días supe por una amiga usuaria y entusiasta del servicio de préstamo de bicicletas del ayuntamiento (dice que, ni Pompidou, ni Festival de Cine, ni Museo de las Canicas Verdes, que lo mejor que ha hecho Francisco de la Torre en los últimos 15 años ha sido ponernos esas bicis), que alguien se está dedicando a hackear los postes electrónicos donde se anclan las bicis para inutilizarlos, y así, el sudoroso ciclista urbano que escoge ese medio de transporte por sano, barato y directo, después de enfrentarse al inconveniente de que no estén en óptimo estado de uso, llega al aparcamiento de destino y se encuentra que, aunque todos los postes estén libres, no puede dejar la bicicleta. Menuda gracia sin ironía. Si eso no es tirarnos piedras sobre nuestro propio tejado, que venga el pirata inútil y nos lo diga.
Lo pongo en relación con lo escuchado en una conferencia a José Manuel Moreno Ferreiro, secretario del consejo regulador de los vinos de Málaga. Decía que, recientemente, sus homólogos navarros hicieron un gran despliegue en Málaga para promocionar sus vinos, motivados por el hecho de que, aunque en general el consumo de caldos forasteros ha descendido en todas las regiones, nuestra ciudad es uno de los pocos mercados receptivos que les quedan, porque para el malagueño, los vinos de Málaga son caros para lo que son, aunque no los conozca.
Cuando era pequeñito, me quejé a mi padre del estado en que los malagueños dejábamos las entonces recién estrenadas playas de Pedregalejo después de un domingo. Él barrió la playa con la mirada y, no sé si para consolarme o para aumentar mi desasosiego, respondió que en realidad los malagueños habíamos ganado en civismo; que en su niñez las playas se quedaban bastante más sucias, y eso que no existían las patatas fritas de bolsa. En realidad, me dijo, tenemos un problema de autoestima, y por mucho que otros vengan de fuera a cantar nuestras excelencias, nosotros seguiremos considerándonos perdedores de algo.
Culpa de estos imbéciles de los que nunca más escribiré, para dedicarle mis críticas a los que de verdad, por su honesto trabajo, se las merecen.