Hoy, un sabio sin estudios me ha dicho que la crítica constructiva consiste en arreglar las cosas utilizando todo el cuerpo: la mirada, el hombro del otro y, sobre todo, la boquilla y las dos patadas. Asegura que se fía más de quien muestra su desencanto o disgusto, sin más matices, que del que señala los defectos del prójimo con ánimo de corregirlos, desde lo alto, a grandes rasgos, con una varita y sin tener que demostrar el buen tino de su exactísima clarividencia a nadie. Al de la crítica constructiva se le supone el acierto como el calor en la mili, me ha dicho, esperando que lo corrigiera. El filósofo, del que hablo que, de paso, me ha explicado la diferencia entre valiente y caliente, es un cocinero que a partir del estómago ha conseguido conquistarme hasta en el discurso: el que dice que hace una crítica constructiva, es un teórico peligroso, créeme… porque a partir de la experiencia no se critica, se aconseja, ha concluído. Y he decidido hacerle caso. La culpa será del Moscatel Andresito de Almargen. Pero allá voy.
La política municipal de cultura museística es un mojón. De carretera para ser fino. Aunque me cuesta no usar la mirada ni el hombro del otro para explicar lo cateta que es. Y como tengo la crítica constructiva tocada, pues alguien que guisa así el chivo lechal malagueño no puede equivocarse, hoy no voy a construir nada ni, dios me valga, aconsejar a nadie sobre el tema. Me limitaré a comparar, tan odiosamente como el regusto del buen postre que me espera, me permita, el enorme punto kilométrico de la 340 que es como considero a esa cultura delatorreriana, con el buen paso que está tomando el aprecio a la gastronomía malagueña en los últimos tiempos.
He oído que Don Francisco, poco harto aún de ponerse museos en sus propiedades de monopoly, planea comprar otros cuantos durante su próximo mandato. Perdón, alquilar. Amenaza con un Caixaforum. En contraposición, hoy asisto a un magnífco evento “Málaga Gastronomy Festival”, orgulloso de que los mejores chef de la provincia hagan gala en sus recetas de nuestro excelente producto local, de que se introduzcan poco a poco los vinos malagueños, de que nuestra tradición culinaria se esté convirtiendo en un valor añadido en la oferta de la restauración de la provincia, etc… ¿Quién me iba a decir a mí hace unos años que, de tapeo, me fuera a encontrar con los apellidos de las comarcas en los platos?: tal y cual con naranja cachorreña del Guadalhorce, con aceite verdial de la Axarquía o con queso de cabra malagueño. A mi lado, acaban de pedir “un riojita de Ronda”. El vello como escarpias.
Y estos primeros pasitos de alegría gastronómica local, ¿quiénes los han conseguido perpetrar? ¿Son los turistas los que nos han marcado el ritmo o serán los propios malagueños, en su día a día, los que convertirán este proceso paulatino en algo natural? Paco de la Torre no cree que se necesite de ese impulso ciudadano para llenar sus museos, supongo. A él le surgen aficionados a los cuadros por generación espontánea, le hacen cola desde la Unión hasta la Carretera de Cádiz, pasando por El Palo, hasta cubrirlo de gloria en las fotos del Pompidou.
Hay una gran labor por parte de Diputación y de la marca Sabor a Málaga detrás de esta puesta en valor de nuestra cultura gastronómica, ya que han sabido orientar el proceso lógico, encaminado por la ciudadanía, sin atajos ni prisas. Pero, por supuesto, hay que reconocer también el esfuerzo y el trabajo bien hecho, durante tantos años, de muchos héroes anónimos. Sería injusto olvidarme de Fernando Rueda, de la Carta Malacitana, del Consejo Regulador de las DO malagueñas, de la Asociación de Criadores de la Cabra malagueña, etc…
En cambio, pagar una millonada a los mejores cocineros del mundo para que pusiesen un restaurante en la ciudad, habría sido un error. Perdón, sin acritud ni crítica constructiva, habría sido un mojón.