A los grandes museos se va en bicicleta

29 Abr

Estuve el otro día en Hacienda porque se me había caducado el virtualismo digital al que me obliga Montoro para mantener correspondencia conmigo y con mi inmensa fortuna. Fue un trámite lento y personalísimo que me indignó la mañana, así que de vuelta, con el sello puesto y algún suspiro más alto que otro demandando la complicidad de los que me acompañaban al soslayo, esperé desarmado de paciencia a que me recogiese el autobús de mi barrio.

La parada de la Empresa Malagueña de Transportes dispuesta junto al edificio de Hacienda es un buen lugar para acoger a los indignados de los procesos burocráticos porque la recorren ciclistas, a los que se puede criticar o suspirar fuerte en la oreja para calmarte, pues suele ser gente sana y pacífica, que no contesta a los desaires. Esto ocurre porque entre la parada y el potencial bus que te recogerá, discurre un carril bici que atraviesa todo el cabreo producido por lo acalorado del momento y la molesta sensación de sentir que has acabado perdiendo la mañana. Miras al suelo y compruebas que llevas sucios los zapatos y que, además, pisas un carril de ecologistas mal puesto por causa del ayuntamiento y su lumbrera de la movilidad. Lo peor parte del despropósito, desde el punto de vista ético, hay que asignársela al deportista, claro, que pedalea por derecho y no se aparta, sólo por eso. Sigue en su carril sin tener en cuenta la volutad democrática de la veintena de usuarios que se preparan para que llegue el autobús, pasen la tarjeta en fila disciplinada y corran a ocupar un asiento libre, camino de Huelin, y que, sin duda, votarían que el ciclista se saliese de su camino para no incordiar y rodease la parada, con cuidado de no atropellar a nadie, si optase por cubrir la retaguardia, o de no ser atropellado, si decidiera convertir en deporte de riesgo su paseo por carretetera. ¿Pero no son tan ecologistas y tan modernos y tan jóvenes y tan cívicos? ¡Pues entonces!

La línea que sí suele serlo, no fue puntual con lo que tuve tiempo de hacer de serpiente multicolor con la cola del bus, incluyendo su mal de ojo, cada vez que pasaba otro descontaminante usuario de las bicis de alquiler municipales, y así, hasta que le tocó llegar pedaleando, torpemente, como una gacela asustada, a la nueva amiga de mi vieja amiga, la joven delicada de Sevilla que se ha trasladado a vivir a esta perfecta ciudad de la cultura y los jardines, ideal para leer en algún paseo marítimo, al fresco, novelas de autores americanos de culto de los que me sé una retahíla de nombres para darle conversación. Y se detuvo a charlar conmigo. Me ha contado que en Sevilla tienen 243 kilómetros de carriles bici y que lo usan a diario 72.000 personas. Como aquí, casi. Aquí tenemos 29 kilómetros. Aunque he leído que en dos años, están previstos otros 70 kilometrazos… ¡Yuju! Las comparaciones son odiosas pero os susurro que en Sevilla están aprobados, para el mismo periodo, 2015-2017, 240 kilometritos más. Y aquí, por ahora, no lo usan tantos miles de personas, pero sí todos los jóvenes modernos que incordian por delante de la parada del edificio de Hacienda. Un montón y algunos puñaditos más. Como le dije a Macarena, que así se tenía que llamar, es que allí tienen un clima y un pedazo río, que aquí no tenemos. Pero que yo la acompaño, que yo sí estoy en la onda y soy asiduo a eso de darle pedales. Y mañana he quedado.

Por eso estoy aquí. Con la tarjeta nueva de esto de las bicis, viendo por dónde. Esperando a que nadie me mire para hacerme con una, salir huyendo y averiguar si es cierto eso de que nunca se olvida. Porque, digo yo, que aunque no lo recuerde, en algún rincón de mi infancia, alguien me enseñaría a usarla. ¿Habrá bicis municipales con dos ruedines? ¿Aguantará, en todo caso, mi peso?

Ya veremos.

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