Ayer me entretuvo el debate televisivo sobre la convalecencia de la nación. Qué bien me lo pasé sin saberlo. Me di cuenta de lo que me había gustado, ya por la noche, en diferido, cuando se me repetían machaconamente las dudas, como si fueran ardores. Supongo que a esto le encontraría mejor metáfora que yo la señora Cospedal, experta en dar explicaciones, hasta de los pagos más inverosímiles, en riguroso directo. Pues ayer, eso hice, me senté a escuchar lo que más tarde, sin proponérmelo, como digo, se transformaría en este auto de fe, del que hoy les escribo.
Al primero que oí fue a Rajoy. Y con él hubiese tenido bastante. De hecho, del resto, intentaré hacer oídos sordos si los escrúpulos me lo permiten. Mi presidente torturó los datos macroeconómicos en su exprimidora fricativa silbante cuidadosamente y consiguió liármelos tanto que no me enteré de lo bien que íbamos hasta que me lo explicó la almohada a media noche. No voy a asegurarles que ya sé por qué Mariano Rajoy se muestra pletórico ante la buena marcha de nuestra ruina en vías permanentes de extinción, ni si son sensaciones o probetas las que maneja cuando se esconde en su Moncloa a valorarlas, lo que sí me atrevo a afirmar es que, recapacitando ante esas dos páginas diarias que preceden mi sueño a pierna suelta, decidí anoche mismo tomar parte por la opción que más me convenía y descansar. Entre rendirme a la confianza ciega que me exige la versión optimista de Mariano o sucumbir al absoluto desánimo que me despierta sobresaltado cada noche por las deudas potenciales del futuro a medio plazo, elegí la versión del gobierno. Un valium. Para adentro. Glup. Y si monta una secta, también me inscribo. Porque dio en el clavo. Dijo: se acabó la pesadilla. Y a mí me conquistó. Y lo digo oteando el horizonte aún en busca de esos brotecitos verdes que empecé a buscar cuando miraba angustiado a cuánto estaba la prima de riesgo.
Sí, creo firmemente que la pesadilla se acaba porque no tengo por qué dudar del presidentev -ay, que me ha dado un tic (tac) raro al decirlo- o, si no, por ejemplo, porque si ha sido capaz de intentar hilar un argumento de éxito en su gestión durante el Debate del Estado de la Nación sin que se haya abierto la tierra ni producido un terremoto, lo veo ya capaz de cualquier cosa. Mirando a Albacete canturreo, de a gustito que me he quedado al afirmarlo.
Hoy veo a Rajoy de otra manera. Lo imagino diciendo graciosamente gracias en mi puerta y se me pone de punta más allá del vello, o tomando el café beige más moderno que he visto jamás, de cháchara con sus distendidas personalidades de confianza, como en los anuncios del PP, preocupado el pobrecito porque no ha sabido explicarle al ciudadano su buena gestión y desde aquí le doy ánimos para seguir intentándolo, sin pedirle, por supuesto, que sea fuerte, para no levantar suspicacias. Tan mal se han explicado que ninguno entendimos que no apoyasen la propuesta de la ley de segunda oportunidad de IU ni tampoco la de UpyD y ahora sea su bomba estrella social, anunciada en el debate para rellenar un titular de la Razón o el ABC, supongo. Bueno, no exactamente. No era raro que no la votasen entonces. Lo que atolondra y paraliza es que ahora se hayan descolgado con algo parecido. Bendito sea. Y para acabar de agradecer, los dos minutitos dedicados a hablar de la corrupción. O sea, de la anticorrupción. A mí me ha venido bien para no recordarme quién soy, ni de dónde vengo, dignamente.
Recuerdo la foto de Rajoy en la puerta de las oficinas del INEM, prometiendo que acabaría con el paro, la que se hizo antes de las últimas elecciones generales. Hoy en el Congreso yo he visto otra: sentado en esa misma oficina, atendiendo a un ciudadano y dándole las gracias por aguantar otro par de añitos hasta que crezcamos al 3 o 4%. Qué razón has tenido hoy, Mariano. Es patético.