Estaba ayer dando una vuelta por la que será la ciudad de la cultura y los Museos del Sur de Europa, a poco que no sujeten a nuestro alcalde o lo entretengan con otra cosa, cuando, casi sin darme cuenta, me hallé tomando un refresco en uno de los rinconcitos donde más me agrada perder el tiempo, incluso cuando mil cosas sin acabar me acechan. Supongo que ya sospecharán que he escogido un lugar cuidadosamente despeinado para demostrarles lo rarito y cultureta que soy, como quien no quiere la cosa. Como vivo en una ciudad de gañanes intelectuales de la política turística a la carta, muy poco leídos pero finos y educados a partes iguales, me senté en este bar con tanto encanto, como por bendita casualidad, para mirarles por encima del hombro mientras escribía y les soltaba con disimulo inocente, entre trago y trago, algún que otro mandoble, con sutileza. Pero se me hace difícil. Se está tan a gustito aquí, que se me contrae hasta la mala leche.
El bar del Mercado del Molinillo, adosado a su lateral izquierdo por una fina película de olor a pescafruta, se llama Los Pinchitos, y aunque nunca los he probado allí, le halago su buen nombre, malagueño de barrio, más que de interior, visceral y con casi un peine al bolsillo colgando de cada puntito de sus íes. En la barra se apoyan basureros y artistas flamencos, como es mi caso, y vecinos del barrio a los que la vida ha tratado bien o de cualquier otra manera, para tomar el desayuno y más tarde el vermú, acompañado de una tapa que el dueño saca de la cocina sin dar razones ni quitárselas a nadie. Si no han estado, yo los traigo. Es perfecto, como lo imaginan. Lleno de sabor dulzón arraigado, pues a lo largo de sus varias décadas de existencia lo han cambiado varias veces de ubicación pero sin moverlo nunca de su sitio: el Mercado de Salamanca.
El Mercado que lo lleva puesto es BIC. Bic naranja o Bic cristal para sus ineptos propietarios que lo desprecian desde el Ayuntamiento. En uno de sus 45 puestos abandonados a su suerte por los montamuseos de turno, un pescadero, cargado de paciencia, desmonta, cada mañana, enormes cabezas de pez espada para sacarle las carrilladas y rebaña las raspas de grandes esqueletos de atunes imposibles. Luego le compro, que no me quiero entretener y voy al fondo del asunto: esto sí que es cultura.
El Mercado del Molinillo podría tener muchos defectos: podría ser feo, el pobre. No tener ningún valor arquitectónico. Podría haber pasado por la vida de color gris desapercibido. No tener historia. O lo peor, no tener vida, ni puestos, ni olores, ni clientes, ni esqueletos de atunes, ni vermú. Pero eso no le pasa. Está sano, vivito y coleando. Declarado Bien de Interés Cultural de una solapa e inscrito en el Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz de la otra. ¡En una ciudad cultural y museística!¡Paquito, hombre!
Pues se nos cae. Literalmente. A cachos y a chorros. Se caen hierros del techo, se rajan las paredes, se despegan los azulejos. Los aseos están sucios, tiene goteras… ¿Por qué ese agravio comparativo con otros mercados municipales de la ciudad? Porque no está en el Centro Histórico de cartón piedra para turistas que tanto gusta al gobierno municipal sino dos calles más allá. Son las heridas abiertas de la patada en el trasero de 2016. ¿Nadie puede convencer a De La Torre de que invierta en un Museo de Fruta y Pescado en el Molinillo? Sólo un millón. Cuarto y mitad de cualquiera de los suyos exitosos o desistidos. Me temo que lo peor que le ha podido pasar a nuestro querido Mercado neomudéjar de Salamanca es que lo declarasen Bien de Interés Cultural porque así, mientras la ruina lo arrasa, las diversas instituciones protectoras a nivel local o estatal, pueden culpar a la otra de haberlo dejado morir. Don Francisco, que el asesor del que usted tanto se fía no es sastre, es nudista. ¿No le contaron ese cuento?