Hoy, ya se sabe, no hay que montar un belén ni armar la marimorena, en todo caso cantarla, pues es noche pacífica. Me decían, de pequeño que hasta se paraban las guerras de la antigüedad a causa de esta fecha de amor y paz universal. Yo, que siempre he sido rarito, me sentía extrañado ante la existencia de esa tregüa que permitía un descanso en las hostilidades, no sé si por respeto o por vergüenza durante unas horas, pero que al día siguiente no impedía proseguir con la cruenta batalla. Me imaginaba a un malhechor dando azotes a un huérfanito de alguna novela de Dickens, antes y después del nacimiento del redentor con parecida e injusta violencia, y a mi entender, tan malvado sería con pausa navideña que sin ella. Por eso, yo decidí que cuando a la Nochebuena se la calificaba como Noche de Paz no iría por esos tiros. Más bien, para apaciguar los reencuentros familiares -sobre todo entre mis tías-, tan complicados en torno a la mesa de celebraciones cuando brinda quien no está acostumbrado a tomarse esa copita, siempre de más o, sobre todo, cuando se echa de menos, tristemente, al ser querido que se llevó la feliz navidad a cuestas, con un trocito de estrella.
Esta Cenabuena nos empacharemos sin medida de nuestros recuerdos agridulces, desde lo más entrañable eso sí, hasta colmar nuestra felicidad de melancolía. Es lo que toca, redoblando las campanas o apretando los dientes, según pida cada instante. A mí, la noche feliz, de paz y de amor, se me perdió por el camino y en algún momento, que no ame atrevo a identificar con seguridad, se convirtió en la que es ahora, un examen de conciencia para hacer acopio de buenos deseos. Y en esto, que sintiéndome un cascarrabias casi, por no cantar villancicos entre otras pérdidas igual de insensatas, con Oliver Twist colgado de una línea y más de un fantasma en el horizonte, se me ocurrió el mejor deseo para reencontrarme con mis auténticas navidades: imaginarme como Mr. Scrooge y que vinieran sus fantasmas a devolverme a la buena senda de la ilusión navideña pedida. Qué lujo.
Mi fantasma de las Navidades Pasadas sería Elías Bendodo, sin duda. Me recordaría, de camino a mi ilusión quinceañera, cómo era Málaga hace veinte o treinta años y cuánto había mejorado la ciudad con su partido, como hizo el mes pasado en la presentación del equipo de campaña del PP en un acto en el Muelle 2. Qué bonito, verme por la ventana, tan joven, guapo y deportista, sin carriles bici pero con el Astoria abierto.
Un poquito más de miedo me daría el fantasma de las Navidades Presentes, la señora Porras, cogiéndome del brazo y echándome a volar para mostrarme desde arriba lo buena, bonita y barata, que le ha quedado la iluminación navideña. ¿Te gusta?, me preguntaría, muy seria, y claro que sí, le afirmaría con mucho vértigo y las orejas gachas. Pero bajemos despacio, por favor.
Y quien me conquistaría para siempre de vuelta a la Nochebuena, puestos a elegir, sería mi querido alcalde, mi fantasma de las Navidades Futuras, que me enseñaría la de Museos que me tiene preparados y lo bonitos que quedarían todos juntos con colas de gente ávidas por culturizarse. Aprovecharía para preguntarle, sin ánimo de ofender, cuántos de esas “entre cuatro y cinco empresas” de las que asegura que han mostrado interés en patrocinar el Pompidou, finalmente lo hicieron y que si ese número entre cuatro y cinco es mágico como el del andén 9¾ de Harry Potter, o qué quería decir exactamente, que me tiene intrigado. Si el interés es parecido al que tenían las empresas que iban a hacerse con los Baños del Carmen o el Astoria, o son tan imaginarios como los del CAC o el Thyssen, estamos aviados… Pero, menudo cuento tan bonito…
Feliz Navidad.