Deseos opacos

15 Oct

Yo, de mayor, quiero tener una tarjeta opaca. Estoy perdido. Me consideré honesto hasta que pequé de pensamiento el otro día, jugando a ser Blesa en un yate. Mejor que Blesa, empleado necesario con derecho a voto en su consejo de administración, yo creo. La cosa está entre ser el genio de la lámpara maravillosa o encontrártela y pedirle tres deseos. Sobre imaginarme pidiendo tres deseos ya tengo experiencia anterior. Cuando aún creían en mí los reyes magos, tenía muy claro qué le pediría en primer lugar al señor de las mil y una noches bagdadíes si me lo encontraba por casualidad, frotando antigüedades como quien no quiere la cosa. Mi sueño irrealizable consistía entonces en quedarme atrapado una noche entera en la planta de juguetes del Corte Inglés. Menos mal que tuve la fortuna de no sufrir aquel infortunio de buena suerte y el fantasma no se me apareció, porque con la perspectiva de la edad, no me cabe duda de que en vez de aprovechar la madrugada abriendo todas las cajas de los estantes, la habría pasado llorando en un rincón, esperando ser rescatado de las fauces de los ruidos escondidos en aquel silencio de sombras chinescas. No hay pecado sin penitencia, me decía mi abuela. Y casi la imagino sacándome de la oreja de los grandes almacenes, camino a casa. Pobres consejeros de Caja Madrid y Bankia, que sí se encontraron al supuesto genio de las finanzas y entraron en la cueva del tesoro, absolutamente embaucados por los méritos de su ombligo… Ali Babá y los ochenta y tantos ladrones… Cuanto habrán llorado, pobres ricos, por haber frotado las tarjetitas negras contra el cajero automático tantas veces, cayendo en la tentación y persignándose por la mala noche en su bodega al ser pillados, colocando el vino caro de cateto gourmet ganado con el sudor de sus gastos de representación entre las telas de araña, y a escondidas, que es la peor manera de sentirse culpable, bebiéndose el arrepentimiento de un trago. ¿Preferentistas, qué es eso? Cuántos ruines atrapados en aquel silencio de sombras chulescas.

En la adolescencia, mi primer deseo hubiese sido otro, claro. Más hormonal. Habría pedido un disfraz de hombre invisible. Para entrar en los cuartos de baño de las compañeras de clase a mirar. Y no sólo en los de mis compañeras, también en el de sus amigas, y las amigas de sus amigas, y no voy a seguir enumerando los baños para no parecer un pervertido. Que no es eso. Mi atracción, más que nada, sería por el interés en descubrir los diferentes diseños de sus bañeras y sus lavabos, por supuesto. Mucho esfuerzo, me parecería ahora, sin embargo, estar todo el día colándome en la narración omnisciente de tal ímpetu de fontanería juvenil. No tuve la oportunidad de hacerme peor persona entonces y no me cabe más remedio que agradecerlo después de ver a los ex consejeros de Bankia en pelotas, sacados por mi abuela de la oreja de los aseos de cada casa de cada español indignado, tapándose las vergüenzas como pueden, señalados con foto, nombre, apellido, cargo, partido o sindicato y desfalco correspondiente tras haber aceptado ese pacto con el diablo que les resultó, finalmente, un pésimo negocio.

Yo, de mayor, quiero tener una tarjeta opaca, confesé al principio. Así que tengo claro cuál sería mi primer deseo si al frotar esta lámpara abandonada del ikea sin pantalla que me he encontrado en el contenedor de abajo -y que sospecho que ha dejado Blesa, para tentarme-, saliese un cuerpo de humo, con turbante y cimitarra y me preguntara. Le pediría que me convirtiese en un héroe moderno, como los tres directivos de Bankia (Francisco Verdú, Íñigo María Aldaz y Esteban Tejera), o el consejero (Félix Manuel Sánchez Acal, de UGT), que teniendo las tarjetas “black”, no las usaron jamás.

Porque sin su magia, no sé yo…

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