Le tengo cariño al rey porque cuando no me asistía el uso de razón, lo confundía con el cuarto miembro de los magos de oriente. Además era el que menos miedo me daba porque no usaba disfraces de chica ni extrañas barbas postizas. Recuerdo un día de invierno, de visita en la capital, que frente al Palacio de Oriente me explicó mi madre que esa era la casa del rey aunque ahí no vivía, lo que entendí perfectamente porque algo similar de inexplicable ocurría con los otros tres, en cuanto intentaba hacerlos razonables. Por aquel entonces no sabía que los puestos de Limasa serían hereditarios algún día, lo que me hubiese llevado a comprender mejor la realeza patria, sin duda, así que no traté de descifrar la causa de su esencia por falta de elementos de juicio. Mejor. La monarquía es una religión que mejor no revisar por cuestión de fe y posible desmoronamiento vital en el descreimiento. Esta ahí porque sí. Franco no iba desencaminado en justificarse por la gracia divina y buscarse un rey que lo sucediera, tan gracioso como la reina de Inglaterra y un poquito más campechano. Eso los legitimaba simbióticamente. Cuando me llegue el sano juicio, me preguntaré por esas cuestiones irresolubles que sin la preparación suficiente, no pueden llevarme a nada bueno, empezando por descifrarlas. Así, mejor no curiosear y confiar en el designio democrático que nos cayó del cielo gracias a Victoria Prego, Adolfo Suárez, el rey, y el régimen franquista arrepentido. Bueno, si no arrepentido, generoso. Vale, si no generoso, presionado.
Han pasado casi 40 años de bonanza regia y ahora que está viejecito el rey y decide marcharse al cementerio de elefantes, dejando a su preparadísimo hijo en su puesto para simbolizarnos, los del antisistema piden no sé qué sufragio… ¡Serán antidemócratas! No se puede votar una cosa tantas veces. Dos veces en cuarenta años son demasiadas, al menos en España. Y esta ya se votó. En 1976, se sometió a referéndum la Ley para la Reforma Política que nos dio a elegir entre seguir como estábamos con los fascistas o aceptar la democracia de consenso y olvido que nos proponían. Y votamos este mal menor con el que tan bien nos ha ido, que vela por nuestra vivienda, nuestro trabajo y nuestro bienestar, como demuestra nuestro ejemplo vivo. Por si quedara duda, en 1978, todos votamos nuestra querida Constitución. Siete “padres” la redactaron a nuestra imagen y semejanza de inocencia, con sólo dos ponentes del régimen franquista controlando la euforia juvenil del texto, tan facilito de reformar desde entonces, que se mantiene casi impoluto. Y ahí lo pone clarito: ¡Monarquía Constitucional! La prueba palpable de que nuestro rey fue el artífice de esta democracia que nos sostiene es que nos la concedió indisoluble a su figura, con él dentro, subido y agarrado a su carroza desde la que poder lanzarnos caramelos. Venía en el paquete de todas las opciones.
Los nacidos después del 57 no pudieron refrendar la Constitución así que un 70% de españoles no se ha pronunciado nunca sobre este asunto del modelo de Jefatura de Estado. Pero plantearse una consulta se considera una falta de respeto, pecado o herejía, según qué demócrata lo valore. Falta de respeto al sistema, al Jefe de Estado y a las instituciones democráticas. Bueno, lo dejamos en las instituciones. Falta de respeto al PP. Y falta de respeto, también, a los del alma republicana en lo profundo, el PSOE, que se olvidó de poner fecha de caducidad a ese pacto con no se sabe quién en la transición y que lo condena a volar por encima de los problemas reales de los mismos obreros que lleva en su nombre. Y, lo que es peor, a la abrumadora incomprensión de su joven militancia o la de sus simpatizantes que aún le quedan por no haber reparado en esa mosca detrás de la oreja que los persigue con malcaradas intenciones.
En fin, viva el rey. Y que me traiga ya la bicicleta.