Estoy viendo el funeral. Todo el día. Los tres de luto oficial no sabía lo que significaban hasta que empecé a notarlos incesantes en los medios de comunicación. El viejo político se ha marchado dejándonos casi como nos encontró, reclamando dignidad en las manifestaciones. Aquellas eran más violentas, eso sí. Hubo demasiados mártires involuntarios, porque democracia, lo que se dijo democracia, no fue considerada tal ni siquiera por los nuevos liberales del régimen hasta bien entrados los años ochenta. Porque el 75 acabó con Franco, no con su dictadura, y el 78 acabó con el Antiguo Régimen, no con sus instituciones ni sus reciclados dirigentes. Adolfo Suárez bailaba con las más feas entonces. No había ninguna guapa en esos años de transición de profundísimo conflicto social entre la ultraderecha que tenía que aguantarse su ira por la gracia de dios y sus prebendas y la extrema izquierda, que eran todos los demás que los miraban desafiantes y dispuestos a enfrentarse contra ellos en las urnas. A Suárez lo echaron a mamporros por buscar esa línea que debía unir en vez de separar. Y fue su dimisión, el 23-f y la victoria de la izquierda en las elecciones generales del 82, la que dio por bien empleado su esfuerzo. En cuanto se demostró que esa nueva izquierda no era peligrosa y se parecía tanto a la derecha democrática de occidente que podían confundirse, nos quedamos tranquilos. Los buenos y los malos. Los pobres y los ricos. Los grises y los manifestantes. Los reyes y los mandos de Tejero. Siete años más y en el 89, Alianza Popular se transformaría en el Partido Popular moderno que escondía en el asilo a sus abuelos más nostálgicos. Ya estaba el futuro hecho y medio camino andado para nuestra democracia, sin que casi nos diésemos cuenta de lo que nos había costado. A todos. Al conjunto de la sociedad española. Ni a Victoria Prego, ni a Suárez, ni al rey, ni a ningún otro santo en solitario.
Cinco, a lo sumo seis años de la transición española llevan aparejado su nombre. Después, Suárez se había acabado, muerto y enterrado para la historia, la política y la memoria. De vicesecretario general del Movimiento, nombrado a dedo durante los últimos meses del franquismo (abril de 1975) a presidente del Gobierno, legitimado por las urnas, tras las elecciones del 15 de junio de 1977, y sólo cuatro años después, en 1981, obligado a dimitir de ese mismo cargo.
No volvió a conseguir el apoyo mayoritario de los electores. De hecho, se retiró de la política en 1991, con enemigos a la derecha, a la izquierda y en el mismo centro de su nuevo partido, el CDS. El pacto con los populares para conseguir el Ayuntamiento de Madrid, tras la moción de censura al socialista Juan Barranco, fue el detonante. Su giro desganado a la derecha lo trató de enmendar con un Congreso en Torremolinos que no evitó ni los reproches en privado ni las deserciones en público de personalidades destacadas de su partido. Finalmente, el mal resultado electoral en las elecciones municipales y autonómicas de 1991, lo llevaron a dimitir como presidente del segundo partido que había fundado. Se acabó. Perdimos con él su memoria.
Pero ahora que veo la ceremonia de su despedida en la tele y me esfuerzo en recordarlo como me lo cuentan, me pregunto si no se ha cerrado el círculo. Si no estamos otra vez corriendo de los grises. Si manifestarse no vuelve a ser considerado un delito en vez de un derecho. Si las escenas de violencia contra la policía no nos devuelven a ese contexto que pensábamos superado. La extrema derecha gana elecciones en municipios franceses y holandeses… ¿Hace falta otra vez una línea de consenso? ¿Quién iba a dejarse la piel ahora si hiciera falta? ¿Qué político hay de ese perfil? Don Adolfo, sólo por si acaso, ¿te levantas y andas?