A punto de la mayoría de edad, esta edición de nuestro festival de cine se presenta con la fuerza que no le presagiaban ni los más optimistas del lugar hace, apenas, tres años. El cambio de ciclo tortuoso, los tormentosos despidos, la crisis incipiente, etcétera nos hicieron temer lo peor; más allá de su mero final, las posibles secuelas económicas, políticas y, sobre todo, culturales, se auguraban marcando el ritmo de una muerte anunciada de conclusiones imprevisibles. Sin embargo, aquel festival decadente se ha convertido en este moderno de ahora, que parece haber encontrado el camino del cine puro más allá de sus carísimas alfombras rojas. Volvemos a ser jóvenes o parecerlo. Me da la sensación, puede que chovinista, de que nuestro festival está actualmente por encima de la industria cinematográfica española que defiende -no me entiendan mal, me refiero a su estado de ánimo-, aún hundida en la pesadilla de su crisis añadida, que tiene mucho que ver con el escaso apoyo popular, y un poquito más, con el absoluto abandono institucional. Ahora el cine quiere venir a Málaga porque nuestra cita desprende algo de ese optimismo que le falta. O eso parece. De hecho, 1605 películas han querido formar parte este año de sus distintas secciones. Un dato de mérito incuestionable.
En cuanto a qué hemos hecho tan bien como para darle aire nuevo al desvencijado Festibar de las primeras ediciones, supongo que buena parte tendrá que ver con razones de índole exógenas. Por ejemplo, se ve luz al final de la cornucopia averiada de la macroeconomía española. A falta de presupuesto en otros festivales, cierres, olvidos y omisiones, el de Málaga se presenta como una magnífica ocasión para promocionarse de cara a coger ese impulso que sitúe a cada sufrida producción, de nuevo, en el escaparate. Málaga y el cine se necesitan. Pero no sé si premeditada o afortunadamente, también debemos dicha mejora a cuestiones plenamente endógenas. Principalmente dos: que se valore la calidad cinematográfica en la selección de las películas aportando valor añadido a sus premios –se acabaron las comedietas por las que teníamos que persignarnos, sonrojarnos y disculparnos- y, segundo, que se asuma que ser malagueño no debe ser un escollo sino una ventaja que nos conmine a querer formar parte del guión del festival. Por fin, una película malagueña en la sección oficial, sin esconderla en la Zona esa del Cine infumable. Sí: dadnos un motivo de orgullo y cualquier malagueño recogerá el guante. Cada vez más trabajadores de Málaga en la organización –según datos ofrecidos el pasado año y que no he podido contrastar aún para esta nueva edición-. Ya le sacamos ventajas a ser de donde somos y así y sólo así, muy poquito a poco, se irá generalizado el sentimiento de cariño mutuo entre el pobrecito malagueño y su festival, que tanto afecto ha despilfarrado. Juan Antonio Vigar tiene mucho que ver en este nuevo rumbo. Por la suerte del momento, por estar agradecido de poder dedicarse a lo que más le gusta y por su carácter apaciguador. Suya fue la brillante idea, o el cargo le hace responsable al menos, del MAF (Málaga de Festival), que pretende involucrar al ávido de cultura malaguita en la previa del Festival. Magnífica propuesta y un más grande pero: no todo debería valer. 150 actos diluyen la esencia de la cultura y la convierten en otra horripilante noche negra en blanco. Quien se decida a salir de casa con el firme propósito de disfrutar de las precuelas de un festival del que sentirse orgulloso, no puede meterse en cualquier sitio a ver cualquier cosa, que nadie ha cribado y volver a casa totalmente decepcionado, cuestionándose si ha sido engañado o solamente presuntuoso por confiar en que las cosas están cambiando.