He leído un interesante artículo de Sonia Sánchez en La Opinión de Málaga sobre la adolescencia, en la que señala que lo que hasta hace poco los especialistas consideraban como “adolescencia tardía”, ahora la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha decidido integrarlo directamente en la misma etapa del acné psicológico, extendiendo tal periplo de la vida de incomprensibles incomprendidos hasta los 25 añitos.
Los cambios físicos que experimentamos en su día los adolescentes de la era del Estado de derecho y la Sociedad del Bienestar -que pensábamos indisolublemente unidos- y que tenían que ver con el estirón y el cambio de voz, a este paso concluirán con las primeras canas, si es que ya no está ocurriendo. Un poquito por los sustos macroeconómicos que están soportando nuestros niños, obligándolos a entender de primas, de índices, de incrementos impositivos y demás fechorías neoliberales que dicen que dejan mechoncitos blancos, y otro poco porque, a partir de los 40, todos canos. Ya sé que algunos calvos. Pero canos, en alguna zona, todos. Que no quería especificar…
A lo que iba: ya no tengo claro en qué momento de la vida se convierte un adolescente en adulto, ni de si es esa la siguiente edad que marca la madurez y el sano juicio, probablemente porque sin mili ni Erasmus en el basurero imaginario de Wert, un joven estudiante comodón y poco viajado de treinta y tantos seguirá apegado a las faldas del cobijo gratuito familiar y no sé si aún será adolescente o ya adolescentón, que es como terminaremos llamándonos todos de aquí a poco, supongo, si es que los brotes verdes no nos salvan de tanta apretura y la crisis nos sigue acortando el proceso vital por imperativo económico. En casa del abuelo, la hija adolescente de 40 y su bebé de 20. De niña a mujer. Ya lo decía Julio Iglesias en el que podría haber sido el mejor vaticinio de Nostradamus. Lo más preocupante de que a nuestros quinceañeros les queden varias décadas de permiso para seguir siéndolo es que la edad del pavo no tendrá fin. Niñatos hasta la muerte.
Y el que creció y se fue hecho un hombre de casa, con 18 añazos y un palustre, para alicatarnos toda la Costa del Sol y ha tenido que volver ahora al cuarto de los juguetes, con 30 años ¿cómo lo llamamos? Ni adolescente ni adolescentón. Este grave afectado de la burbuja inmobiliaria que Montoro defiende que no existió, no volverá atrás. La adolescencia no se recupera nunca. Este joven ya es un viejo. Para siempre. Tal vez, -¡no, por favor!- esta sea una involución antidarwiniana irremediable producto de la modernidad viejaeuropea y de la infancia pasemos a la vejez sin darnos cuenta, eliminando las edades clásicas romanas para pensar, casarnos o votar como ya sucumbieron sus clases medias en nuestra sociedad conformista y sumisa por culpa del mercado de valores. Lo peor para que sea así es que los hijos de los representantes políticos, de sus asesores o de sus cargos de confianza, o lo que es lo mismo, de los ricos mejor pagados de nuestra democracia tampoco se quieren ir de casa. Según la psiquiatra Graciela Moreschi, autora del libro Adolescentes Eternos, la adolescencia eterna es más habitual en las familias de clase alta: «los jóvenes eligen darse caprichos y no quieren renunciar al nivel de vida que tienen (coche, tecnología cara, salidas, ropa de marca…)»
Según el Informe de la Juventud en España de 2012, el 29,8% de las mujeres y el 41,1% de los hombres de entre 25 y 34 años aún viven con sus padres. O sea, casi un tercio de las mujeres y la mitad de los hombres-niño que estamos creando. El roce hace el cariño. Eterno.
Cuánto amor. Y yo tan viejo.