Tras la semana de feria, la semana de críticas. La hostelería está descontenta porque no hubo fechas en rojo en el calendario. Los taxistas se quejan de que a la gente le ha dado por andar. Las peñas dicen que los autobuses son muy caros y la fiesta no es todo lo malagueña que debería. IU se enfurruña porque no se reparte nada gratis en ningún sitio. Los socialistas señalan que el Cortijo de Torres fue una enorme discoteca donde se escuchó poco a Debussy y, además, en ese recinto no existen bibliotecas donde los jóvenes lean a Kant entre mojito y rumba. Nunca llueve a gusto de todos. Nunca hay por las calles suficientes faralaes y catavinos al modo sevillano. Las mujeres ya no pueden llevar navaja en la liga porque está prohibido, ni los hombres trabucos sobre caballos, también prohibidos.
Algunas asociaciones de vecinos consideran que lo malagueño, sea esto lo que sea, oculto quizás al fondo de Calle de Larios, queda diluido entre tanto turista, pantalón corto unisex y camiseta de arillo. La chancla no parece propia de una ciudad donde es muy fácil encontrarse niñas y señoras que van a comparar al súper en pijama. Habrá que establecer un uniforme ferial que se adecue a la idiosincrasia malagueña. Del mismo modo, deberíamos de modificar el trazado urbano del Centro y la organización de estas jornadas en las que se supone que el pueblo se divierte, para que todo transcurra dentro de un orden y satisfaga a las muchas partes implicadas en el evento.
Imaginemos una especie de puesto fronterizo como el de Gibraltar, con sus colas pero sin monos, a la entrada de Calle Larios. En primer lugar, cobraría algún sentido aquel arco que delimita el paso hacia esa multitud que, según la oposición municipal, el Alcalde todavía no ha sabido conducir después de tantos años, como un Moisés sin tablas. En esa frontera podríamos sentar un comité de expertos que, auxiliado por la policía local, decidiría quién va ataviado de marengo y quién no. Por tanto, quién puede disfrutar de las calles que paga con sus impuestos y quién no. Ya de paso, igual que sucede para entrar en otros países, el que quiera deambular por el Centro en estos días señaladitos, que esté obligado a llevar 50 € por persona. Ese mismo comité podría cambiar el dinero por tiques válidos por unas horas. Así el sector hostelero se aseguraría de que los visitantes gasten una cantidad mínima en barras de copas y bares. Los ciudadanos seleccionados para acudir al Real con todas sus dignidades, vestimentas, tradiciones malagueñas y euros en los bolsillos tendrán que tomar un taxi hasta el Puente de las Américas donde otra puerta marcaría el final de una carrera con coste extraordinario. A partir de ahí subirían al autobús, también con precio especial. Mediante estas fáciles medidas se contentaría a una parte de la población crítica. Si una vez dentro del Real, se compartimentan espacios con nuevas aduanas y pagos para participar, por ejemplo, en una paella gratuita, o se ponen impuestos gravosos a según qué tipos de música, ya está todo el mundo feliz.
La feria es una celebración con pocos límites, demasiado suelta y eso causa los problemas que luego se discuten durante semanas. Málaga tiene sus fiestas como Zamora, Valladolid o Totana. Varios notables de la ciudad con acceso a los altavoces públicos demonizan que la gente se divierta como quiera. Si realizáramos un balance entre el número de ciudadanos que hace lo que quiere hacer, y el número de representantes sociales que se queja por ello, creo que las urnas se inclinarían hacia el lado de los tirantes y las minis que no siguen ninguna tradición malagueña, sea eso lo que sea, que no consumen demasiado y que, en efecto, quieren que el Real se convierta en una discoteca. La otra opción significa poner puertas al júbilo, al Centro, al Real y reinventar la feria como un decorado de “Bienvenido Míster Marshall” para cruceristas. Permitamos, pues, que regresen las morenas de las coplas con navaja en la liga, los hombres valientes, los trabucos, los caballos y los aguardientes, aunque sea agosto.