Cosmópolis

14 Ago

Me toca hablar de la feria porque si no sólo me queda en agosto hacerlo de Gibraltar para tapar otras vergüenzas igual de patrioteras. Qué remedio. Y yo que no quería tirar piedras sobre mi propio tejado. Así que he intentando encontrarle el lado positivo a nuestra celebración y lo mejor de este esfuerzo es que no me ha costado tanto. Me gusta la feria, sí, si me empeño. Por algún buen recuerdo. Supongo que el lado tradicional hay que encontrárselo en lo personal. Porque la tradición sólo precisa de un requisito. Y algo que se quita y se pone, se le da relevancia o se elimina, no puede arraigar porque sí, ni tampoco en virtud de la ocurrencia del responsable político de turno. Puedo hablar de lo que arraigó en mí de esta feria que quiero, desde que el proceso migratorio concluyó en mi familia hace 27 años y nos devolvió definitivamente a esta tierra. Lo único tradicional que me sobrevive a los años de feria son las ganas de pegarme una juerga poco flamenca en buena compañía. Ni malagueñas, ni verdiales –qué pena-, ni caballos ni carruajes, ni toros ni encierros, ni moros ni cristianos. Tres mil años de historia nos han valido para brindar con los amigos. Tan pobre como entretenido.

No tener raíces tan profundas como para que declaren nuestras fiestas de interés turístico nacional algo tendrá que ver con el carácter cosmopolita de nuestra ciudad. Si no han prendido las hogueras que rejuvenecen las festividades valencianas, si no hay tal apego a la fiesta de los toros como tantos asesores taurinos de la política mejor pagada demandarían, si no hay tablao que resista el ninguneo de los nativos, si no somos racistas expulsando infieles y ni siquiera queda rastro de las oleadas vikingas, ni de los saqueos piratas, será porque acogemos lo nuevo como propio de nuestra idiosincrasia, supongo; nos faltará memoria pero nos sobrará modernidad, siempre a la última, amada vanguardia.

Ojalá. El cosmopolitismo malagueño no nace en Nueva York y se extiende, como los perfumes por Roma, Londres, París ni sus museos. Adopta poquito de estas tendencias. El cosmopolitismo malagueño es, más bien el del Carmen Thyssen, pero en vez de vestirse a la moda de flamencas y bandoleros del XIX, lo arrabalero peor entendido y más merdellón se acoge de una brocheta de videoclips del youtube que en el estribillo haga mención a una perrea -¿qué será eso?-. Y así se crían: descamisados en bermudas, con cadenones de oro y sombreros fedora. Y de tal palo tal astilla. Y así que pasen tres generaciones para mirarse al ombligo y no reconocerse.

Málaga la novísima cambió el garum por el kétchup, los trajes regionales por los short, el sombrero de paja por el mejicano, y los generosos por el rebujito. Así somos y así nos encaminamos. Nos gusta lo mediocre moderno y lo popular moderno. Lo que no pasará a la historia ni dejará huella. Y se agradece el intento del señor Caneda por dispersarnos, y por empeñarse en que nos guste el flamenco y los museos, y que anuncie doscientas actividades culturales, nada menos, y que pretenda que los cachorrillos más molestos se aparten del resto y se achicharren bajo el sol de las cinco de la tarde donde menos se les vea, incluso bebiendo, que no es malo –o eso dice-. Lo malo son las gamberradas. Y algunas decisiones políticas, si no lo son, a veces lo parecen.

Málaga no cuida lo suyo. El tinto es sinónimo de rioja y el blanco de rueda. El queso de feria es el manchego. Y lo más típico, el jamón. No hay nada especial en feria que no pase por el libre albedrío de sacar el güisqui, cheli, que se chube a la cabecha para hacer bien el amor -ya sabéis donde hay que ir-.

¿Y qué más queremos?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.